Agustín Salvia: “Me resisto a que la utopía sea que los pobres estén un poco mejor de lo que están"

Agustín Salvia: “Me resisto a que la utopía sea solamente que los pobres estén un poco mejor"

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Agustín Salvia: “Me resisto a que la utopía sea solamente que los pobres estén un poco mejor"

Foto: Rodrigo Mendoza

En una entrevista exclusiva, el director del Observatorio de la Deuda Social habla sobre su vida en el autoexilio, la grieta que causan los dogmatismos, y sobre la necesidad de pensar distinto el desafío de la pobreza.

La oficina de Agustín Salvia es en realidad el despacho de un profesor universitario, y en su biblioteca se acomodan libros, informes y biblioratos a los que acude cuando quiere certificar un dato o mostrar un gráfico. Si bien es conocido por dirigir el Observatorio de la Deuda Social de la UCA (cuya actividad más conocida es la medición multidimensional de la pobreza en la Argentina), Salvia es además investigador del Conicet y profesor universitario en la UBA, y en las universidades de Tres de Febrero, San Martín y Flacso. En esta entrevista revela su vida en el autoexilio, su obsesión por combatir los dogmatismos, y explica por qué cree que el gobierno tiene un diagnóstico ingenuo sobre la pobreza.

¿Cómo fue tu infancia en Lanús?
Yo nací a cuatro cuadras de la cancha de Lanús, así que mi infancia fue muy barrial, muy vinculada a la vida del barrio y del club. Viví ahí hasta los catorce años, cuando mi familia se mudó a Banfield, en proceso de movida social ascendente. Con el tiempo ahí en Temperley empecé el profesorado de enseñanza primaria.

Es decir que tu primera vocación fue docente.
Mi primera vocación fue la del cambio social. Te estoy hablando del ’73, ’74, cuando creamos el centro de estudiantes en la secundaria, con todo lo que significaba en ese momento la construcción del sueño de un país distinto, de una sociedad distinta.

¿Esa vocación incluyó la militancia política?
Sí, en el espectro político peronista. Creo que tuve siempre claro la perspectiva democrática popular, porque nunca creí en las luchas foquistas ni armadas. Sí creía en el compromiso y en la organización de los sectores populares, y en que en el campo democrático debían producirse cambios importantes. Creía en aquel socialismo nacional, en la idea de una sociedad más justa, aunque si uno compara científicamente las brechas estructurales hoy son mucho más importantes que aquellas.

¿En algún momento llegó la desilusión con esa militancia?
A ver… Ya un poco antes de que Perón ponga distancia en la plaza con los Montoneros, yo estaba disconforme con la tendencia revolucionaria y con todo ese fanatismo que encontraba en algunos cuadros militantes de la Juventud Peronista. Cuando uno hace una retrospección además va tomando conciencia.

¿Por las consecuencias?
No sólo, no. Era un problema caracterial. Había una generación caracterialmente fascista, que podía venir de la derecha o de la izquierda, y cuyas convicciones políticas eran una excusa para cualquier práctica social o política. Yo reaccionaba vitalmente, intelectualmente y emocionalmente. Primero intuitivamente, pero después más intelectualmente.

A esos resortes fascistas…
Exacto. Reaccionaba a esos planteos de autoridad moral productos de la nada, que no tenían justificación; a ese autoritarismo ideológico que te decía lo que debías pensar. Yo quería ser maestro en los pueblos rurales del país para multiplicar la capacidad de pensar y de actuar en función de un desarrollo social más integral. La política pasaba a ser el mecanismo por el cual llegar a eso. Y esa política no servía a esos mecanismos. En ese proceso de desilusión, sufrí la experiencia de los allanamientos en la casa de mis viejos, la persecución de mi hermano…

¿Durante el gobierno militar?
No, antes, en el gobierno de Isabelita, e intuyo que denunciado por la propia gente de Montoneros. Más allá de la anécdota de cómo mi vieja se asustaba cada vez que escuchaba las sirenas y se escondía en casa, en Banfield, o mi viejo lamentando que los policías le habían choreado el reloj que le había regalado su papá… Nos salvamos la vida. Yo ya había terminado el profesorado, y estaba estudiando Historia hasta que intervienen la Universidad de Buenos Aires. En ese desconcierto decido salir de la Argentina a conocer un poco nuestra América Latina, una semana antes de que viniera el golpe...

¿Cómo fue eso?
Trasladaban en tren unos camiones Volvo a Bolivia, y yo viajaba arriba como cuidador. Llegué a Santa Cruz de la Sierra y a los pocos días miro los diarios que dicen “Golpe de Estado en Argentina”. A las dos semanas arrestaron a mi hermano, arrestaron a compañeros, gente amiga que estaba en la misma tendencia crítica frente a Montoneros.

Agustin-Salvia
Foto: Rodrigo Mendoza

¿Cómo fueron tus años fuera de la Argentina?
De Bolivia viajé a Perú, en donde trabajé de administrativo en una empresa, después en una fábrica de bulones en Lima, luego me fui a Cusco a juntar naranjas. Parte de la experiencia incluía conocer el mundo del trabajo, el mundo de los campesinos, el mundo de los obreros.

Allí nació el sociólogo.
Sí, yo llevaba un diario, que mantengo, donde registraba cada una de esas realidades sociales y políticas que atravesaba. El historiador, el sociólogo estaba ahí presente como observador y cuando llegué a México, me tocó ser maestro en una escuela primaria. Y ahí empecé la licenciatura en sociología.

¿En algún momento regresaste a Argentina durante esa época?
Sí, oculto. Yo era joven e intrépido, y entraba por Paraguay, o por Uruguay. Y era muy doloroso ver lo que estaba pasando… la tragedia de los dogmas… Siempre fui antidogmático, y siempre escuché dentro mío al científico y su sospecha crítica. En esa lógica, cuando estalla Malvinas, yo decía: “Están locos, muchachos. Paren, esto es una guerra”. Yo era minoría dentro de esos discursos. Me enervaba mirar a esa clase media argentina comprar espejitos de colores. Históricamente parece estar atrapada en su coyuntura, en la construcción de un presente de consumo, de éxito banal. Parece una clase media con mucha cultura política, pero que en realidad tiene un gran vacío de cultura política.

¿A qué lo atribuís?
Hay varias explicaciones sociológicas posibles. En la Argentina existe una clase media formada por hijos de inmigrantes que llegó a este país sin nada y con altas expectativas de movilidad social. De alguna manera, había que llegar a ese éxito de cualquier modo. Pero las distintas olas de crisis y desarrollos nos dejaron con una sociedad fuertemente dividida, para mí, en tres tercios. Los excluidos, que son sub ciudadanos; los pobres con aspiraciones o clase media baja con capacidad de resistir; y otro tercio de Argentina que compra y al que generalmente le va bien cualquiera sea el modelo. Y este último sector también es consumidor de dogmatismos varios.

¿Será el dogmatismo el origen de la grieta?
Yo creo que sí. Hoy vemos camporismo dogmático, pro dogmático, abortismo dogmático, antiabortismo dogmático. Mi lectura es que con el tiempo estos discursos dogmáticos deberían agotarse.

¿Hay algún antídoto social contra los dogmas?
El conocimiento científico, la investigación de las ciencias sociales, los estudios etnográficos, las evidencias científicas e históricas que en una conversación seria permiten desarticular los dogmatismos.

A partir de la intervención del Indec en 2007, la medición de la pobreza del Observatorio se convirtió en un oráculo. ¿Cómo vivió ese protagonismo?
No me sorprendió la intervención del Indec. A fines de los 80, cuando estaba en el Instituto Gino Germani, yo había hecho investigación en Río Turbio, y entrevisté a Néstor Kirchner cuando era intendente de Río Gallegos. Encontré un líder político fundamentalmente autoritario. La investigación de años en Santa Cruz demostraba que esa provincia con ese modelo no tenía viabilidad. Pero lo que vino después de la intervención fue complejo: recibimos mucha hostilidad, con amenazas anónimas y riesgos a mi actividad como investigador del Conicet.

¿Cómo es la relación con este gobierno?
Este gobierno es de personas educadas y de buena voluntad. Escuchan, o al menos escucharon hasta ahora. Hay una mezcla de buenas intenciones, voluntarismo, y a veces incapacidad técnica. Es muy positivo que el presidente quiera medir el éxito de su mandato por su capacidad para reducir la pobreza, porque instaló la cuestión. Pero creo que el diagnóstico es ingenuo.

¿En qué sentido?
La idea de que se puede resolver el desafío de la pobreza en la Argentina sólo con inversiones, educación y obra pública es ingenua. Los que sabemos de procesos políticos y sociales en la Argentina creemos que con eso no alcanza. Ese camino deja a un tercio de los argentinos en estado de sub ciudadanía, a lo sumo con villas un poco mejor urbanizadas, y con alguna mejora en los servicios de salud, pero aún dependiente de la ayuda social. No contradice un ideario moral, porque ayudamos a los pobres, pero no están verdaderamente incluídos en la sociedad.

¿Entonces?
Yo tengo una mirada teórica y científica alternativa. Porque una cosa es que los pobres estén mejor, y otra muy distinta es pensar un país para dentro de 30 años más rico para todos, y que nos incluya a todos. Acá hay que desarrollar muy fuertemente las capacidades productivas entre los pobres, las capacidades productivas de los micro emprendimientos, achicando la brecha entre la economía formal e informal, alentando la desurbanización para crear economías regionales y locales más fortalecidas. Pero esto es difícil y muy caro. Entonces necesitamos un acuerdo político económico para que los sectores de alta renta (agraria, financiera, industrial) hagan una mayor contribución tributaria para redistribuir y desarrollar aquellas capacidades.

Suena muy desafiante…
Tenemos las condiciones intelectuales, la ingeniería científica, las organizaciones, pero falta un bloque de poder que esté convencido de esto. Esto no se puede hacer rápido, en una transición, y creo que este gobierno sirve a esta transición. Por supuesto es un proyecto con una dosis de utopía, como lo tiene todo proyecto de transformación. Me resisto a que la utopía sea solamente que los pobres estén un poco mejor de lo que están.

¿Cómo fue su vuelta a la Argentina después de su autoexilio?
Primero volví en 1984, y conseguí un trabajo como director de cultura en la municipalidad de Lanús. Presenté un proyecto de cultura popular, con teatro en la calle, radio abierta por todos los barrios, “colaboración deportiva” en lugar de competencia… Hasta que me llama Quindimil, el intendente, y me dice: “pibe, acá vamos con el Campeonato Evita y corte y confección para las chicas”. Duré dos semanas…