Borges, Bioy Casares y la cuarentena como un nuevo 'Diario de la guerra del cerdo'- RED/ACCIÓN

Borges, Bioy Casares y la cuarentena como un nuevo 'Diario de la guerra del cerdo'

 Una iniciativa de Dircoms + RED/ACCION

Borges le decía irritado a Bioy que detestaba a la gente que se burlaba de los viejos. Ahora pareciera que los que se burlan y se creen inmortales son los viejos. Aquí explico por qué.

Borges, Bioy Casares y la cuarentena como un nuevo

¡Hola, amigos! Todo estamos en la misma: un adversario invisible recorre el mundo y la mejor vacuna es encerrarse y esperar. ¿Todos? ¡No! ¡Casi todos! Un ejército de hombres y mujeres mayores de edad, una parte de la llamada población de riesgo, entretiene al destino saliendo de sus casas.

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La vista desde mi ventana.

Una vista propia. Mi departamento da a un parque. Por eso, gran parte de la cuarentena la paso en el balcón. No es un espacio inmenso, pero la vista es privilegiada. Veo el río, el parque, y si me esfuerzo, o con imaginación, puedo ver el principio de la pampa. Mi mejor antídoto para estas fechas: acercarme al horizonte. Desde acá --ahora les escribo desde mi balcón-- veo escenas que se repiten a diario. La que me tiene más apasionada: Los viejos insurrectos del barrio que salen incluso el único día que llovió. Ahí lo veo al pobre policía de la esquina que pasa horas intentando convencerlos de que vuelvan a sus casas y ellos lero, lero ni pelota. 

  • Ayer el agente le rogaba a uno, impávido, de bermudas y bastón, que deje de darle de comer a las palomas. Cero efecto. El hombre siguió hasta que se le acabó el alpiste. Y esto ocurre todas las mañanas. Después viene la tarde. Ahí es cuando salen a pasear a sus perros como si nada. Un día una policía agarró un megáfono y lo único que consiguió fue que aceleraron el paso. Acelerar es un decir porque justo los que estaban ese día usaban andador. Como sea, ninguno se iba de la plaza. Es una especie de sentido de la supervivencia al revés.

2

La edad de la franqueza. P. D. James, escritora de policiales, decía que después de los 65 años uno entra en la edad de la franqueza. Pienso que se puede tratar de eso. En la farmacia donde dejan entrar de a dos y hay un promedio de cola de una cuadra, una miraba los componentes de cada desodorante y cremas. Cuando llegó a las ceras depilatorias y después de 15 minutos, el seguridad se acercó a intentar aleccionarla y la señora, muy paqueta y con bastón con puño de marfil, lo mandó a cagar (literalmente).

Ahí están mis viejos. Se cruzan por la calle, se saludan con beso, charlan. ¿Total?

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Rebeldones. Leo en redes a hijos y nietos desesperados porque no consiguen controlar a sus padres y abuelos. Es que es así, hay una edad en la que todo importa un pito y mucho menos cumplir normas. Me hace acordar al personaje de Alan Arkin en El método Kominsky (Netflix) que dice todo lo que piensa sin ninguna inhibición. ¿La vieron? Háganlo. Cuarentena y vejez maridan perfectamente, quizás porque envejecer sea una forma de guardarse. De pensarse guardado. 

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Borges y Bioy.

Borges. Jorge Luis le decía irritado a Bioy (según anotó Adolfo en esa obra monumental archirrecomendada que es Borges, de Bioy) que detestaba a la gente que se burlaba de los viejos. El que lo hace, decía Borges, lo hace porque se cree inmortal. ¡Acá los que se burlan y se creen inmortales son los viejos, no me jodan!

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Los cerdos. Y hablando de Bioy. Hay otra a referencia, quizás menos simpática (y ultrarrecomendada): Diario de la guerra del cerdo, de Adolfo Bioy Casares (Emecé), que imaginó una guerra en donde los jóvenes buscan liquidar a los viejos. Algo parecido al vicio de este bendito coronoavirus, adicto a los mayores. ¡Tal vez ahí está la clave! Los viejos insurrectos de mi barrio están en eso, en un abierto combate contra este ejército invisible, ya no de jóvenes, pero sí de un virus imposible de ver e insensible. “¿Cómo matarlo?”, se preguntan. Su respuesta es franca: con la indiferencia. 

Y aquí, el libro de no ficción de la semana:

Mi papá alemán, de Mónica Müller, comentado por Josefina Licitra. En Mi papá alemán, Mónica Müller reconstruye y ordena un pasado familiar que en un principio –como tantas veces pasa- se veía galvanizado por el registro tranquilizador y heroico que los hijos tienen de los padres, y que con el paso del tiempo –y de la escritura- se convirtió en otra cosa. A lo largo del libro, y también de una investigación íntima, honesta y de notable delicadeza literaria, Müller corre el velo enigmático y piadoso que hay sobre lo que ella llama su pasado “biológico”. Y queda frente a un cuadro mucho más completo, incorrecto y perturbador: el de un padre admirado y adorado, que así y todo no pudo zafar de la coordenada histórica y geográfica que impuso su país de origen –y destino-, Alemania. Aquí, el comentario completo.

Espero que te haya gustado el envío de hoy. Yo me retiro a seguir buscando libros. ¿Dudas? ¿Sugerencias? ¿Lecturas? Escribime a [email protected]

Va un fuerte abrazo,

Flor

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Sobre libros y escritores. Todos los martes, por Javier Sinay.

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