Carlos Gervasoni: “Que la democracia argentina siga sólida pese a todo, ya es un éxito”- RED/ACCIÓN

Carlos Gervasoni: “Que la democracia argentina siga sólida pese a todo, ya es un éxito”

 Una iniciativa de Dircoms + RED/ACCION
Carlos Gervasoni: “Que la democracia argentina siga sólida pese a todo, ya es un éxito”

Intervención: Mana Le Calvet

Para el profesor de Ciencia Política de la Universidad Di Tella, la sociedad argentina aún debe encontrar consensos básicos sobre políticas de desarrollo para hacer sustentable el sistema reinaugurado en 1983.

Los 35 años de reinstalación de la democracia están teñidos por crisis, hiperinflación, tensiones, asonadas militares, revueltas, encanto y desilusión. El politólogo e investigador de la Universidad Di Tella, Carlos Gervasoni, en esta entrevista sostiene que la mayor asignatura pendiente de la democracia es la incapacidad de generar un proceso sostenido de crecimiento económico y paralela mejora social que permita crear y distribuir riqueza y bienestar, y el hecho de que Cambiemos ha elegido una estrategia política que choca con sus objetivos económicos. Aquí, la entrevista.

–Hace poco celebramos 35 años de la vuelta de la democracia. ¿Qué balance podés hacer al respecto?
–Uno muy positivo. Quizás se podría pensar que con las muchas crisis económicas, cimbronazos políticos, casos de corrupción, y otras cuestiones negativas que marcaron estos 35 años, el balance debería ser negativo, pero justamente lo que se evalúa es la vuelta de la democracia a la Argentina después de 53 años de inestabilidad, de idas y vueltas entre autoritarismos y regímenes electorales. Que la democracia argentina siga estando sólida y firme, aún después de las crisis 1989, 1995 y 2001-2002, es un progreso para la historia argentina.

–¿Qué aspectos te parece vale la pena recordar del contexto de 1983 y el actual para entender mejor este proceso?
–El primero y más obvio el profundo fracaso del gobierno militar que legó, luego de más de 7 años en el poder, una crisis económica tan grave como la que enfrentó cuando llegó, que ejecutó e intentó ocultar una política de represión como Argentina nunca había visto antes, y que añadió a eso el descrédito de una guerra perdida. El único logro que podría mostrar y que representaba una demanda de la mayoría de la sociedad argentina -el restablecimiento de la paz y el orden alterados por los movimientos guerrilleros y las bandas paramilitares de gobierno peronista- quedó empañado por aquéllos fracasos y por lo brutal e ilegal de los métodos usados para conseguirlo. Ese fracaso es, en una medida significativa, una de las explicaciones de la resiliencia de nuestra democracia del ‘83 en adelante.
El segundo aspecto de 1983 es la derrota del PJ, que nunca había ocurrido en Argentina en elecciones libres. Seguramente explicado por el estallido económico, el caos político y el auge de violencia que el país experimentó en 1974-76. Así, Balbín saca apenas más que 20% de los votos en 1973, mientras que Alfonsín supera el 50%, número que la UCR no conseguía desde la década del ‘20.
Del momento actual, destacaría que, a pesar de que ese viejo sistema de partidos dominado por el PJ y la UCR está acabado (gobierna el PRO, un partido muy nuevo), el sistema se mantiene democrático y capaz de procesar nuevos desarrollos tanto por el lado de la oferta como por el de la demanda política.

–Se habla de asignaturas pendientes o deudas del proceso democrático. ¿Cuál creés que con los más relevantes?
–Las resumiría en tres, muy vinculadas entre ellas. En primer lugar, la generación de un desarrollo económico y social. Con la excepción de algunos pocos años a comienzos de los ‘90 y del 2000 el país fue incapaz de generar un proceso sostenido de crecimiento económico y paralela mejora social que permita crear y distribuir riqueza y bienestar. Ese país todavía pujante y “de clase media” que la Argentina era en la década del ‘60, colapsa a partir de los ‘70 y nunca logra regresar. Hemos fracasado donde otros países más pobres regularmente tienen éxito.
Luego, la corrupción, que explica en buena medida el fracaso de todos los modelos en Argentina. Las mediciones existentes, la información informal que revelan medios, expertos e involucrados, y más recientemente el caso de los cuadernos, muestran que el nivel de corrupción política y administrativa en Argentina es altísimo, muy superior al de países comparables en lo cultural y económico como Chile y Uruguay.
Finalmente, la calidad del Estado. La corrupción es parte de este problema, pero es más general. El Estado es el botín de políticos, funcionarios y sindicalistas. Hay poco profesionalismo, poca tecnocracia, poca excelencia. Las islas de eficiencia que sí existen -como el INDEC, el INVAP o el cuerpo diplomático-. se encuentran constantemente amenazadas por el embate de la política que intenta ver que puede obtener allí. Lo del INDEC 2007-2015 es tan indignante como aleccionador. Estas cosas se retroalimentan: un Estado ineficiente y corrupto no logra implementar políticas públicas efectivas que logren crecimiento y bienestar, el fracaso económico disminuye los recursos fiscales que crónicamente faltan en nuestro. La corrupción como forma de ingreso desincentiva a los políticos a mejorar el estado. Son círculos viciosos.

–Has estudiado en profundidad la relación de fuerzas de las provincias con el poder central. ¿Cómo te parece que evolucionó ese eje?
–De una forma en algún sentido inesperada, con las provincias adquiriendo cada vez más poder, más recursos y más atribuciones. Es parte de un proceso más general -mundial- de descentralización, pero también producto de las crisis políticas y fiscales del Estado nacional, y de la desnacionalización del sistema de partidos. Hoy el PJ o la UCR son muy poco, algo así como una superestructura de dirigentes provinciales. Pero la base de poder real está en las provincias, las carreras políticas pasan en buena medida por ser legislador provincial, intendente, gobernador, senador. “Los que mandan” son, en buena medida, los gobernadores de cada partido y sus principales senadores.

–Hay actores políticos que en estos 35 años han crecido, mantenido o desaparecido en su capacidad de influencia. ¿Hay algún caso que te llama más la atención?
–El cambio más radical en este sentido es la pérdida de poder de las FF.AA., centrales en la Argentina de 1930 a 1983 y aún hasta los cuartelazos de Rico y Seineldín. El sindicalismo industrial ha perdido peso, pero ha sido reemplazado por el sindicalismo de servicios de transporte y empleados públicos, y en particular el de los maestros. Creo que la Iglesia Católica también ha perdido poder, en parte por tendencias seculares y por el avance del evangelismo que es común a muchas partes del mundo y en parte por errores propios. El hecho de que hoy la Iglesia no sea un actor político central a pesar del hecho Bergoglio es un síntoma de esta pérdida de poder. En algún sentido complejo, los medios han ganado poder, en forma colectiva, aun si individualmente ningún medio tiene tanto como cuando había cinco canales de televisión y no existía internet. Y sin duda, los movimientos sociales de desocupados, desde mediados de los ‘90 para acá, se han convertido en un factor de poder importante. No son poderosísimos y tienen muy baja valoración en la opinión pública, pero tienen poder de agenda, de desestabilización y de movilización popular y electoral. Finalmente y también como parte de un proceso global, “el capital” se ha fortalecido, esto es, el poder de los que manejan flujos de inversión financiera y real, de los argentinos y extranjeros. La fragilidad macroeconómica de nuestro país han dado más poder a ese factor.

–Finalmente, ¿creés que la democracia argentina no supo encontrar un consenso básico acerca de las políticas económicas sustentables en el tiempo o es una exigencia desmesurada?
–Es un pronóstico muy difícil de hacer. Creo que estos tres años de Cambiemos nos han dado una lección: el país se ha hecho tan poco confiable para ese capital del que hablaba, que ni siquiera con un gobierno muy amigable hacia la inversión privada están dispuestos a tomar nuevamente el riesgo de hundir capital en la Argentina. Lo que los inversores vienen pidiendo son garantías de que no volverá el “populismo”, de que no volverá el kirchnerismo, Moreno, la ruptura de contratos, el cambio arbitrario del régimen impositivo. Y nadie puede garantizar eso, porque depende de cómo votemos.
Yo coincido con un análisis que ha circulado mucho en estos tiempos: Cambiemos ha elegido una estrategia política que choca con sus objetivos económicos. En la medida que ha intentado mantener vivo el fantasma del populismo K, que ha buscado no acorralar a Cristina y desinflar alternativas del PJ moderado, quizás logre mejores resultados electorales (y eso mismo es dudoso), pero genera constantemente la imagen de que en cualquier momento un tropezón (como el macroeconómico de este año) haga que lo que sería una derrota ajustada del populismo se transforme en un triunfo ajustado del populismo.
Entonces, económicamente hubiera sido más racional buscar un interlocutor macroeconómicamente confiable en la oposición, algo más para el lado del PJ Federal, Massa, o la mayoría de los gobernadores, y eso se hubiera acercado a garantizar un consenso sobre cuestiones muy básicas como el equilibrio fiscal, la competitividad del tipo de cambio o la estabilidad del régimen impositivo y de inversiones. Pero aún este Gobierno, más "market-friendly", no eligió ese camino.

–¿Podemos ser optimistas?
–Creo que es mejor ser realistas. Nuestro optimismo ha sido decepcionado una vez tras otra. Creo que el progreso es más probable si asumimos que somos un país que, aún si ha triunfado en mantener su democracia, viene fracasando en casi todo lo demás. Partir de un punto de partida crudo y real, de un diagnóstico de que estamos mal y que casi nada que intentamos funciona. Quizás el realismo hoy sea más creíble y más esperanzador para muchos argentinos que el optimismo craso de “estamos condenados el éxito”. No lo estamos.

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