Crónica del agua sobre Epecuén- RED/ACCIÓN

Crónica del agua sobre Epecuén

 Una iniciativa de Dircoms + RED/ACCION
Crónica del agua sobre Epecuén

El agua mala
Josefina Licitra
Aguilar

Selección y comentario por Adriana Amado, Doctora en Ciencias Sociales por la FLACSO y analista de medios.

Uno (mi comentario)

Mil quinientos evacuados de las últimas lluvias dice el televisor, no importa cuando estén leyendo esto. En el mundo del calentamiento global, siempre habrá lluvias, inundaciones y evacuados. Pero algunas catástrofes condensan en sí mismas todas las catástrofes, como esa sopa que concentra en unos centímetros cúbicos un pollo cocinado con verduras. La tragedia de Epecuén es el caldo en que se cocina una de esas metáforas argentinas espesas: un pueblo que crece sin planificación pública al ritmo de la codicia individual que la naturaleza castiga con moraleja bíblica. Como si la fuerza sobrenatural fuera el único freno a la soberbia del sentido común. (...)

(sigue mi comentario)

Sentido común es el que dice que siempre que llovió paró y que los políticos roban pero ni siquiera hacen. Porque en la Argentina lo más común es el sinsentido de políticas públicas que desprecian el largo plazo que no entra en la estrechez de las campañas electorales. Y prefieren más asfaltos decorados con palmeras y menos desagües invisibles. Total, resarcir es más barato que construir y es más fotogénico el funcionariado entregando solidaridad ajena que inaugurando cloaca propia.

Sentido extraordinario es el de Licitra, que le permite relatar con compasión la historia de ese pueblo en el ombligo del fin del mundo que soñó con ser Saint Tropez y al final se convirtió en una Atlántida salada, tenebrosa. Una fosa que cristalizó los sueños en fósiles vulgares y desenterró cadáveres que flotaban a los ojos de los vivos para recordarles que ellos también estaban muertos. Agua mala es la parábola de un pueblo que vio hundirse sus modestas expectativas en aguas sépticas. Agua mala es esa que dicen que es mayoría en nuestro cuerpo y que en cada uno de los miles que alguna vez estuvimos inundados, será siempre tormenta.

Dos (la selección)

¿Aguantaría el terraplén? En Epecuén había dos opiniones encontradas. Estaban los llamados «alarmistas» —entre ellos, los bomberos de la zona-- que auguraban un final trágico. Y estaban los que confiaban en los funcionarios municipales y provinciales, que habían jurado que cualquier desborde no superaría los diez centímetros, que Epecuén jamás se inundaría y que el pueblo seguiría siendo lo que siempre había sido: uno de los principales centros de turismo de salud de la Argentina. Un maná de aguas altamente salinas que ponían a Epecuén en un plano terapéutico a la altura del Mar Muerto, en Medio Oriente.

Tres

Con el sueldo de sereno, el padre de Alfredo fue ampliando su vivienda y la acondicionó para recibir turistas. Así lo hizo durante más de una década, hasta que llegó la inundación y ese y todos los negocios quedaron bajo agua. Para aquel entonces, Alfredo ya tenía veinte años y energía suficiente para desarmar la casa entera. Sacó puertas, ventanas, sanitarios. Y unos días después vio la llegada del lago y escapó a Carhué con su familia.

Cuatro

—A ver, señores: el agua nos pasa por encima, es preferible perder una temporada pero salvar las cosas --dijo Julio Fernández Badié, director de Turismo de Epecuén. Pero no hubo vecino capaz de escucharlo.

—No querían moverse de ahí —resume ahora Hirtz.

—¿Por qué cree que la gente ahora dice lo contrario?

—Bueno, a veces hay que encontrar un responsable de lo que pasó, ¿no? Mirando atrás en el tiempo, igual reconozco que hubo una credulidad mía, del intendente, del gobernador, del ministro, en la palabra de Hidráulica. Pero ahora con el diario del lunes todos tenemos la verdad. Esa situación a lo mejor la tendríamos que haber percibido y haber sido más agresivos. Porque cuando finalmente colapsa Epecuén y el agua empieza a venirse sobre Carhué, con cuatro años de atraso se terminan tomando las medidas de construir el canal aliviador, de volar los taludes del Ameghino, de poner el tapón... Pero en el momento era imposible saberlo.

Cinco

Ven las ruinas del supermercado El Pulpo, el Hotel Plage, la pizzería, los quinchos, el Castillo, la casa del doctor Gasparri, la panadería de Córsico, la heladería que hacía helado de mate cocido, la caramelería donde los chicos robaban caramelos, la cancha de bochas con un pizarrón donde había que anotarse para tener turno y jugar.

Ven botellas, mosaicos, espaldares, pedazos de platos: retazos de vida y de color que aparecen derrotados bajo las costras de sal.

Seis

Hubo familias enteras que quedaron a la deriva. En el caso de Esther, tenía allí a su padre, su suegro y un cuñado, y no sabía cómo rescatarlos. La Municipalidad había prohibido retirar los cajones porque el camino al cementerio estaba destruido, entonces la gente tuvo que buscar formas alternativas —no oficiales— para recuperar a sus muertos. En Carhué, una empresa funeraria empezó a vender sus servicios. Iban en una balsa y traían de regreso un féretro. También aparecieron buzos que cobraban por hacer ese trabajo. Y en algún momento, cuando la situación se hizo inmanejable, intervinieron los bomberos. Enviados por la Municipalidad, debían llevar los ataúdes y entregarlos a sus dueños siempre y cuando demostraran que tenían un lugar razonable —un cementerio— donde acomodarlos.

Siete

»Pienso en esto ahora, después del diluvio, cuando subo a mi escritorio y veo que la tela de araña no está. El agua barrió con ella, como barrió con tantas otras cosas. Y por primera vez después de la locura —de goteras, agua, mareas domésticas, papeles mojados, miedo: miedo a la próxima lluvia— me siento en mi silla, llena de supersticiones y rezos al cielo, y pienso en mi araña con amargura en el pecho. Como si la vida entera que habita en todas las cosas se hubiera escurrido por un tubo cloacal».


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