Doña Lucía, comentado por Flavia Tomaello- RED/ACCIÓN

Doña Lucía, comentado por Flavia Tomaello

 Una iniciativa de Dircoms + RED/ACCION

Un especialista invitado comenta un libro de no ficción y elige los seis párrafos de ese libro que más le hayan llamado la atención.

Doña Lucía, comentado por Flavia Tomaello

Doña Lucía
Alejandra Matus
Penguin Random House

Uno (mi comentario)

Un cuento de hadas. Esa es una de las formas posibles de abordaje de esta investigación periodística de la periodista chilena Alejandra Matus.

La historia de una niña de un hogar acomodado que desde pequeña paraba el tránsito para cruzar porque consideraba que lo merecía siendo hija de un senador. Reina de belleza en el liceo de su adolescencia, criada en una familia fervientemente democrática. Arañando los 20 se casa con un militar de bajo rango, pocas aspiraciones, bastante mayor que ella, e inicia un recorrido de 22 traslados.

Cual Maléfica de estos tiempos, crece en resentimiento a medida que su realidad se aleja cada vez más de aquello que había imaginado para si.

A pesar de las escasas posibilidades, un día se convierte en "la reina" de Chile y transforma su frustración en despotismo.

La acumulación más allá de lo posible, la venganza descarnada, el miedo permanente a la sombra, el trasfondo de enorme inseguridad. Como una versión demasiado cruenta de la serie Dinastía.

Muchas condenas llegan con el tiempo. Probablemente la de Lucia Hiriart de Pinochet sea la de haber vivido demasiado como para experimentar la decrepitud de la ausencia del poder que vive el que tanto lo anhela.

Matus realiza un trabajo arduo en la recolección de pequeños datos y decenas de entrevistas. Logra una propuesta novedosa, ágil, repleta de datos y fácil de seguir para quien no está familiarizado con cada uno de los personajes. 

Logra construir un perfil angustiante y sorprendente. Deja sobrevolando la idea de los personajes patéticos que han transitado América Latina.

Sabor a duda: ¿hemos aprendido algo?

Dos (la selección)

A Osvaldo Hiriart no le cayó en gracia que su hija se enamorara de un militar, pues él los miraba con recelo desde su participación en el golpe que instaló al general Ibañez del Campo en el poder. A Lucía Rodríguez, en tanto, le parecía que el pretendiente no estaba a la altura social de su hija. Y el problema de la diferencia de edad molestaba a ambos. Lucía tenía 16 años cuando lo conoció. Augusto, con 24, era ocho años mayor que ella. 

Tres

Los ingresos familiares apenas alcanzaban para pagar una empleada que iba esporádicamente a cocinar y le dejaba la comida lista en el refrigerados. Lucía tenía que mudar y alimentar a Jacqueline, sin perder de vista a Marco Antonio, quien ya cumplía dos años y caminaba poniéndose en riesgo a cada paso. Los mayores, entonces de 16 (Lucía), 14 (Augusto) y 12 (María Verónica), en la práctica debían valerse por sí mismos. La carga de la crianza no hubiera sido imposible de soportar para una mujer bien instruida en las labores de la maternidad y resignada a su papel doméstico, pero a Lucía, el contraste entre esta realidad y sus fantasías adolescentes la hundieron en una profunda depresión. 

Cuatro

»Cuando terminé el relato, la mamá me dijo que las cosas no habían sucedido realmente de la manera como yo las recordaba. Que en lugar de seguirla a la pieza donde se vistió, desde el momento en que ella encerró el perro en el baño, me quedé parada ahí mirando a esos militares vestidos de verde, sin moverme, ni dejar de mirarlos, en silencio. Yo me sorprendí. Me parecía estar escuchando un relato cinematográfico, porque nunca he logrado recordar ese momento. Ella me dice: “Tú los mirabas tan intensamente que se incomodaron al punto que uno de ellos preguntó con quién se iban a quedar. Era tan evidente lo que estaba pensando…”. Y entonces yo terminé la frase: “Que esa era la última vez que te vería”. No había más, ahí terminaba todo”. 

Cinco

El cambio de la década significó para Lucía la consolidación de su poder. Pocos se atrevían a poner coto a sus caprichos. En una visita a La Serena, con Pinochet, la administración del hotel Francisco de Aguirre le había preparado la habitación con delicados arreglos florales que se repartieron por doquier. El propósito era halagarla. Nada más verlos, Lucía se enfureció y comenzó a gritar: “¡Saquen esta mierda!”, mientras destrozaba las flores con sus propias manos y las arrojaba al piso, ante un equipo de mucamas que miraba la escena sorprendidas y aterradas. En su oficina, en Santiago, se hacía preparar ensaladas con el quesillo recortado en forma de corazón o trébol para el almuerzo. Y pronto comenzaría a construir las mansiones que siempre anheló poseer. 

Seis

Orlando Latelier comentaría, años más tarde, que Pinochet era “adulador y servil, como el barbero que te persigue con el cepillo después de cortarte el pelo y no deja de cepillarte hasta que le das su propina. Constantemente está tratando de ayudarme con el abrigo, a cargar mi portafolios”.

Casi todos los testigos de la historia -salvo el propio Pinochet- coinciden en declarar que hasta el 9 de septiembre de 1973, es decir, apenas dos días antes del golpe, el entonces comandante en Jefe no había dado ninguna señal que indicara su intención de plegarse a un movimiento para derrocar a Allende, pese que a las noticias de conspiraciones y de ruido de sables contaminaban el ambiente político. 

Siete

“Mi familia es súper normal. Entonces para mí fue raro entrar en esta familia donde la comida se servía en cuatro mil platos e hileras de servicios, y yo no sabía con cual empezar, y con esta señora que me observaba y me daba susto. Él no, ella sí. Es tan rara la diferencia entre lo que uno sabía de él afuera y lo que veía en su casa: un hombre muy cariñoso, como abuelo antiguo, apapachado, que te hacía cariño y te inspiraba confianza, protección. Ella, en cambio, era dura, seca, te miraba de arriba abajo como analizando lo que llevabas puesto. Siempre lo estaba controlando, aprovechándose de que tenía diabetes: ‘No, Augusto, no. No comas eso’”.


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