El largo viaje de los venezolanos hacia la Argentina- RED/ACCIÓN

El largo viaje de los venezolanos hacia la Argentina

 Una iniciativa de Dircoms + RED/ACCION

Muchos llegan por tierra, en travesías en ómnibus que duran entre 11 y 15 días. Paran en las fronteras y en las grandes ciudades, y llegan agotados pero con los sueños intactos.

El largo viaje de los venezolanos hacia la Argentina

Preguntamos a qué comunidades de inmigrantes en Argentina les gustaría conocer y entre las propuestas, estaba la comunidad Venezolana. Aquí la segunda de una serie de artículos que iremos publicando.

Se estima que en nuestro país viven cerca de 70 mil venezolanos. En lo que va del año ya se otorgaron 4.000 radicaciones temporarias y permanentes. Muchos llegan por tierra, en travesías en ómnibus que duran entre 11 y 15 días. Paran en las fronteras y en las grandes ciudades, y llegan agotados pero con los sueños intactos.*

Orlando Aponte, que es venezolano y tiene 41 años, llegó a la Argentina el 28 de enero pasado. Había salido de Caracas en ómnibus 11 días antes. Luego de trabajar en Direct TV por 14 años como ejecutivo de ventas, la compañía lo despidió cuando la importación de decodificadores mermó. Después trabajó por tres meses en una empresa de impresoras y de computadoras. Finalmente, en una fiambrería. María Victoria Maceda, originaria de Coro, una ciudad colonial situada a seis horas de Caracas, también vino en ómnibus. Estuvo 12 días en las rutas sudamericanas y llegó a la terminal de Retiro el 22 de noviembre del año pasado. Eligió la Argentina junto a su novio porque ya tenían familia aquí y no querían seguir dispersándose. Mayluth Mujica tenía en Venezuela auto y trabajo, pero cada vez que salía a la calle veía que a todo el mundo le faltaba alimentos y medicamentos. Se fue por tierra hasta Boa Vista, en Brasil, y luego voló hasta Buenos Aires. Su marido llegó hace unas semanas. La primera hija de ambos nacerá en diciembre.

Trasandes

Orlando, María Victoria y Mayluth son tres migrantes que se vieron forzados a dejar su vida en su país y que eligieron rehacerla aquí. No son exiliados políticos ni refugiados con estatus protegido, sino gente más o menos común que ya no pudo continuar con una rutina digna y que se sumó a otros 70.000 que, según la Asociación de Venezolanos en la República Argentina (ASOVEN), ya viven aquí.

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La mayoría llegó en los últimos dos años. Muchos vienen en ómnibus desde Caracas: el viaje dura alrededor de 15 días y el cambio de vehículo se da en las capitales o en las fronteras. Es el modo más barato de llegar y cuesta alrededor de 600 dólares. En la ruta algunos hacen amigos, pero también hay peligros.

En Cúcuta, donde está el paso de frontera más transitado entre Venezuela y Colombia, hay una fila larga y desordenada: llegar hasta la ventanilla en un día cualquiera puede demandar ocho horas. A veces, los agentes maltratan a los migrantes. A veces se quedan con su dinero. Por eso los migrantes lo guardan del modo más imaginativo que se les ocurre. La mayoría de ellos va a Colombia, a Ecuador y a Chile. En general, cruzan el territorio colombiano en un solo autobús y cambian en la frontera con Ecuador, adonde también hay muchísimos venezolanos. Otros se suben al micro en el lado colombiano de la frontera y se bajan después de dos días y medio, ya en Lima.

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“Cuando vas cruzando la frontera, la idea de volver duele mucho porque sabes que sólo será posible en el largo plazo”, se lamenta Mayluth Mujica. “Nunca hubiese querido partir porque soy muy apegada a mi familia, pero allá no tenía nada y mi sueldo era de 5 dólares por mes”, dice María Victoria Maceda. “Hay momentos en el ómnibus en los que pierdes la noción del tiempo”, asegura Orlando Aponte, que casi no durmió en todos esos días por la expectativa que tenía y que, como muchos, recuerda el viaje como una aventura irreal.

Angely Pacheco, 30 años, médica

“Me crié en el barrio El Valle, de Caracas, una zona de clase trabajadora. Soy hija de una costurera y de un operario de seguridad industrial, y hermana de un empleado de call center y de una madre de dos hijos. Alguna vez fuimos parte de una clase media pujante, pero ya no. El 24 de agosto de 2017 dejé Venezuela porque ya ni siquiera podía pagar mis gastos y tengo una niña de 9 años, que ahora vive con su padre en Barcelona pero que espero ver pronto: quiero revalidar mi título de Medicina y traerla.

El viaje fue bien apresurado y lo hice con Bárbara, una amiga y colega. Llevé un bolso grande de 15 kilos con dos pantalones, dos pares de zapatos, tres camperas, algunas remeras y unas pocas cosas más; entre ellas, mi diario de viaje, donde tomé nota de todo.

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Volamos en avión hasta Táchira y luego fuimos en una combi hasta la frontera, que pasamos a pie. Llegamos a la mañana y recién a la noche, ya del lado colombiano, pudimos tomar un bus a la próxima frontera: Rumichaca, con Ecuador. Ese bus tenía unos asientos muy incómodos, iba mucha gente y hacía mucho frío: fue un viaje de 12 horas, pero no dormimos. En Rumichaca había muchos venezolanos humildes y profesionales: cuando te exilias de tu país, todos nos vemos igual de mal y de miserables.

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En el viaje haces amigos y yo conocí a Diana y a Olexis, que también venían a la Argentina. Casi nadie habla de sus penurias en la ruta porque ya todos las conocemos. ¿De qué se habla? Del plan a futuro, de la comida y de la compañía. Así fuimos conociendo gente y paramos en Guayaquil, donde nos recibió un amigo y nos quedamos cuatro días descansando.

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De ahí fuimos a Lima, con una parada en la frontera, que era horrible y desolada, y donde ya no se veían más venezolanos. Todo ese trayecto se me hizo eterno, pero al menos pude dormir. Cuando despertaba, lo que veía por la ventanilla era un cielo marrón o grisáceo, y neblina. Perú es súper vasto y parecía que nunca íbamos a pasarlo. En Lima estuvimos sólo tres horas y ahí tomamos otro bus hacia Tacna, justo antes de la frontera con Chile. Fue, de nuevo, súper largo. El paisaje cambió a montañas, medanales, curvas, desfiladeros, valles, arrozales y, a veces, pueblitos. Allí, en una parada, una señora subió a vendernos fruta; le compramos porque sólo veníamos comiendo galletas y sándwiches de miga.

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De Tacna pasamos a Cálama, ya en Chile. La frontera había sido bien meticulosa, y me sorprendió ver muchos peruanos y bolivianos con bultos de papel higiénico: nunca supe para qué llevaban tantos. En Tacna nos quedamos un día y medio en un hostal, y seguimos hacia Salta, bordeando la frontera con Bolivia. Ese tramo, con nieve y flores, fue el más bello de todo el viaje.

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En la frontera argentina, un oficial me selló el pasaporte y cuando me preguntó a qué venía, le dije la verdad. “Felicidades, bienvenida”, me respondió. “Todo te va a salir bien. Tenés 90 días para regularizar tu situación”.

Luego de 18 horas llegamos a Salta, cenamos panchos y tuvimos que dormir en la terminal. Fue horrible. Pasaban los policías y nos despertaban con sus cachiporras, pero nosotras no podíamos más del sueño que teníamos.

El bus a Buenos Aires tardó 20 horas y llegamos a la mañana. Una amiga nos esperaba. La entrada a la ciudad se veía muy fabril, pero cuando salí de la terminal de Retiro fue un amor a primera vista. La mayor parte de este largo viaje fue un disfrute. A fin de cuentas, sabía que no podía estar peor que antes”.

Félix Mendoza, 22 años, músico

“Con un amigo nos queríamos ir a Europa, pero no era tan sencillo, y aunque en la Argentina no teníamos amigos ni parientes, sabíamos que este país daba muchas facilidades a los inmigrantes y por eso lo elegimos: decidimos empezar de cero y así estuve un año ahorrando, dentro de lo posible, para venir. Al final viajé solo. ¿La despedida? Nunca vas a sentir algo así en tu vida hasta que lo hagas, pero para mí era ahora o nunca, así que lo hice y el 18 de diciembre de 2017 a las siete de la tarde me subí al ómnibus.

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Me bajé en la frontera con Colombia y la crucé caminando. Había una fila inmensa y como yo estaba rodeado de mucha gente, le dije al guardia que iba en un grupo, le mentí, y así pasé más fácil. De Cúcuta me tomé un bus hasta Lima. A bordo no te daban comida y en una zona muy alta de Colombia me dio un dolor de cabeza extraño y me desmayé. Según me contó mi compañero de asiento, empecé a convulsionar. Me desperté rodeado de gente, no sé cómo fue. Pararon el bus, bajé a tomar aire, tomé agua, me dieron un dulce… Creo que me pasó porque sólo estaba alimentándome con pan y tortillas con mayonesa y atún. Quizás no era bueno. Y me asusté: no tenía a nadie, iba a mi suerte y luego, cada vez que el bus subía una montaña, le pedía a mi compañero de asiento que estuviera atento a mí, por si me volvía a desmayar. Pero por suerte ya no se repitió.

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En Ecuador todo anduvo bien y el 24 de diciembre llegamos a Lima. Allí conseguí un boleto a Buenos Aires por 200 dólares y un amigo de una amiga me recibió allí tres días. Lima es una ciudad súper ajetreada, pero luego de una hora de colectivo y otras tres de caminar, llegué a la casa de él, justo a tiempo para la cena de Navidad. ¡Fue mágico!

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Estuve tres días en Lima y después seguí, todo recto hacia Chile. Traté de alimentarme bien, pero sólo tenía un desayuno de una galleta con café, un almuerzo y un sándwich para cada noche. Pasamos a Chile luego de un trámite de mucha tensión en la frontera, porque nos preguntaron muchas cosas. Vi gente que tuvo que dejar ollas y frutas.

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Cuando el bus entró a Argentina por Mendoza, me sentí como en el cielo. La frontera argentina fue la primera en la que me dijeron “Bienvenido”, y yo casi me pongo a llorar de la emoción. A alguien que ha dado todo para venir acá, que le digan eso es muchísimo.

Desde Mendoza me tomé un último autobús y 16 horas después llegué a Buenos Aires. Ver la ciudad fue como vivir el momento en el que vuelves a nacer. Yo estaba hipnotizado ante la ventanilla mirando los peajes, los edificios y los estadios; y pasamos por un puente desde el que vi el Obelisco por 3 segundos, pero para mí fue como si hubieran sido 10 horas.

En Retiro no me esperaba nadie, pero tenía un contacto y lo llamé. Vino a buscarme 6 horas después. Aproveché ese tiempo para comerme mi último pancito”.