Filosofía a martillazos
Darío Sztajnszrajber
Paidós
Uno (mi comentario)
Un martillo gigante, sostenido por un puño sin género, cruza toda la tapa. Una herramienta “diseñada para golpear”, la define la RAE, que el común de los mortales asocia a una pared en mal estado, a clavos que se resisten a su cometido o a los ruidos que genera un vecino inoportuno un sábado por la mañana. Pero en las manos de Darío Sztajnszrajber suma otro propósito: apuntar contra las murallas del conocimiento socialmente aceptado, para ponerlo en jaque. Para debatirlo, cuestionarlo, criticarlo. Para incomodar.
Ese es el gran objetivo de “Filosofía a martillazos”: ser un libro molesto, por momentos irritante. ¿De qué otra manera se puede tildar a un texto que discute la comodidad de las realidades que consideramos –estamos seguros- son válidas? ¿Cómo pararse frente a todas las preguntas sin respuesta que plantea? En especial porque Sztajnszrajber se mete, o mejor dicho acorrala, temas tan trascendentales como cotidianos, ejes de la vida del ciudadano moderno: amor, postamor, Dios, verdad, postverdad y democracia.
Como si fuera poco, esta deconstrucción de conceptos que se piensan tallados en piedra la hace desde el lugar que le queda más cómodo, del que salió, que es el aula, un registro del que se había alejado en sus últimos dos libros. En formato de clase escolar, Sztajnszrajber logra mezclar a autores como Nietzsche -a quien le debe la idea de la filosofía como un martillo-, Platón, o Vattimo, entre otros, con una dialéctica sencilla, entretenida, que parece que en este 2019 se impuso como formato entre los best-seller nacionales y populares: la idea del libro como un desgravado coloquial que se presenta casi como un diálogo, sincero y molesto, entre el autor y el lector.
Dos (la selección)
El amor es una narración que nos contamos a nosotros mismos para que tenga algún sentido, pero no deja de estar en el plano de la narración. No es que el amor no sea ni ciencia ni metafísica sino que, en el fondo, la ciencia y la metafísica son también relatos. Relatos que funcionan, relatos efectivos, relatos que nos abren otra dimensión de la existencia al costado del sentido común. Si el amor es un relato, entonces es una práctica estética; o mejor tiene más que ver con el arte que con la ciencia, con la metafísica.
Tres
Muchas parejas pueden experimentar formas de relación no monogámicas, pero viven en una sociedad monogámica. El problema no es salirse, en tanto pareja de la monogamia: el problema es la propiedad privada, el problema es el esquema filosófico profundo que estructura una lógica de la apropiación. En una sociedad atravesada por la propiedad privada, es imposible que no pienses que el otro de algún modo te pertenece, y es imposible que no pienses que tus hijos te pertenecen. Si ser es poseer, todo se convierte en objeto de posesión, todo se convierte en objeto, o sea y recuperando su sentido etimológico, en aquello que está ahí enfrente eyecto para vos. Ya no importa lo que es sino cómo se encuentra puesto para uno. Un objeto que sólo tiene sentido en su vínculo con un sujeto. Lo que se presenta solo para quien le otorga sentido. Deconstruir al otro como objeto lleva necesariamente a deconstruir al yo como sujeto. ¿Y si debajo de todo no hay nada?
Cuatro
Así funciona la desesperación, y así somos devotos de muchas religiones. Porque del mismo modo en que creemos o no creemos en la Iglesia –no en Dios: en la Iglesia que se cree la dueña de Dios, del Dios que a la Iglesia le conviene; y tampoco la Iglesia, porque hay muchas iglesias-, también hay otros emprendimientos o empresas de tanto poder que se aprovechan de la desesperación, y así como nos venden a Dios, nos venden la felicidad, o nos venden el bien. O nos venden la pasión, o nos venden la pertenencia. O nos venden el amor, y salimos todos el 14 de febrero a comprarle flores a nuestra pareja. Y compramos la religión del amor, la religión de la felicidad, la religión del dinero, la religión del fútbol. Y nos tranquilizamos. ¿Habrá algún otro sentido último en la religión que no sea brindar un marco de contención trascendente donde sumergir nuestra efímera existencia? Hay un mismo dispositivo e infinitas máscaras: a la trascendencia se le entra de diferentes maneras.
Cinco
Pensemos la verdad como si fuese un rostro y pensemos las apariencias como si fuesen máscaras: uno se saca una máscara y alcanza así el rostro. La máscara es una forma de presentar una verdad no como es, sino en función del interés que enmascara. Ahora, una máscara tiene sentido si hay un rostro atrás. Si la verdad no existe, esto es, si no hay rostro, ¿qué hay? ¿Máscaras puras? ¿Solas? Les pregunto: ¿qué sentido tiene la categoría de máscara si el rostro no existe? No tiene sentido en tanto máscara, ya que es lo único que hay. La máscara pasaría a ser, no les digo un rostro, porque es demasiado, pero más o menos pasaría a ser lo que hay. ¿Y cómo pensar que lo único que hay son máscaras, si somos hijos de un mundo estructurado en la adoración de los rostros? La realidad, aquello que percibimos como rostro, se revela como un conjunto de máscaras superpuestas, pero que pierden su condición. ¿Serán medias verdades? Disuelto el rostro, disuelta la máscara…
Seis
La posverdad no se reduce al autoengaño: la posverdad es el horizonte de sentido de nuestro tiempo. Un horizonte en el cual la verdad ha muerto. La posverdad sería este tiempo en el que nos preguntamos: si la verdad ha muerto, ¿qué onda? ¿Qué nos queda con la verdad y su crisis? ¿Cómo construir conocimiento si la verdad ha muerto? ¿Desde qué lugar? Creo que se puede dar un salto de marco, o sea, desligar la categoría de posverdad de solo una posición posible frente al acontecimiento de la muerte de la verdad, y de este modo salvaguardar también los aspectos positivos de este acontecimiento. Quiero decir: la posverdad es el horizonte de sentido que se abre con la muerte de la verdad tradicional y que nos arroja a toda una serie de posicionamientos, uno de los cuales es el nuestras posiciones previas y, como total no hay verdad, interpreto lo que quiero para que se ha instalado y monopolizado como definición de posverdad, esto es, el creer que vivimos tiempos donde todo el mundo se autoengaña ya que nos autoensimismamos en sostenerme a mí mismo.
Siete
Todo es conflicto porque todo es con el otro; inclusive con los otros que también nosotros somos. Todo es conflicto pero le rehuimos, a tal punto que filosóficamente no hemos hecho otra cosa que buscarnos y redescribirnos como unidad, como si deviniéramos de una unidad originaria que en algún momento se hizo trizas. Reconocernos como conflicto: con el mundo, con el otro, con nuestras limitaciones, con nosotros mismos. Reconocernos y no para diseñar un evangelio de corrección y adulación de la unidad. Le temo muchísimo más a la unidad que al conflicto, al pensamiento único que a la grieta. La democracia se hace con el otro, pero con ese otro que de tan otro se me escapa, me molesta, me perturba, me desafía. A mí últimamente no me hacen tanto ruido las grietas como la supuesta paz social a la que se llega disolviendo las partes en conflicto. ¿Qué otra cosa es la democracia si no esas diferencias en conflicto, o en pugna, donde, justamente, cada una de las partes puede desplegar su singularidad y la singularidad de uno va a chocar permanentemente con la singularidad del otro?
En SIETE PÁRRAFOS, grandes lectores eligen un libro de no ficción, seleccionan seis párrafos, y escriben un breve comentario que encabeza la selección. Todos los martes podés recibir la newsletter, editada por Flor Ure, con los libros de la semana y novedades del mundo editorial.