La final de nuestras vidas, comentado por Marcela Mora y Araujo- RED/ACCIÓN

La final de nuestras vidas, comentado por Marcela Mora y Araujo

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La final de nuestras vidas, comentado por Marcela Mora y Araujo

La final de nuestras vidas
Andrés Burgo
Planeta

Uno (mi comentario)

"Cuando el Pity Martínez se largó a correr, todos los hinchas de River [...] ya habíamos perdido el eje": con esa primera frase digna de Hunter Thompson, Andrés Burgo abre una crónica épica que hilvana con amor de hincha y pluma de periodista las diversas tramas que se pusieron en juego durante los cuarenta días que duró el martirio de la super archi final de las finales, la Copa Libertadores del 2018. (...)

Aunque la mirada ‘gallina’ sostiene el relato de principio a fin, esta es una lectura para hinchas de Boca también, y de hecho para todos los hinchas de fútbol. En este sentido hay una universalidad parecida a la que evoca Nick Hornby con Fiebre en las Gradas; un sinceramiento de esa entrega irracional y hermosa del fana a su club -a su equipo, como distingue Burgo- salpicada de detalles y anécdotas que millones de seres humanos sobre el planeta reconocerán.
Pero no es un libro de fútbol nada más: es una crónica que explica los matices y problemáticas desencadenadas a lo largo de esos 40 días, con su clímax dramático el 24N, y su final digno, a pesar de lo indigno, en Madrid dos semanas después.
Desde la histórica rivalidad de los dos clubes hasta la explicación minuciosa de las distintas teorías que llevan a que la final se traslade a Madrid, Burgo explora la postura de los políticos, las internas de los clubes, el rol de los barrabrava ... la pasión con la que el hincha logra perdonar o disculpar o de cierta manera ignorar los problemas de la violencia así como también el operativo policial y las internas entre la Policía Federal y de la ciudad.
Sin ser una investigación sobre la realidad política ni un reportaje de policiales, tampoco un libro de táctica que aísla a quienes no le interese el fútbol, y sin tampoco tratar de definir o dar respuesta a tanto que no tiene respuesta, Burgo deja fluir sus palabras logrando una crónica absolutamente personal, cuyo rigor en cubrir todas las bases resulta en una lectura deliciosa, llevadera, hipnotizante para todo aquel que tenga interés en este fenómeno social y cultural que traspasó los umbrales del campo de juego de una manera burda y exagerada, y se convirtió en un incidente global y un negocio multimillonario acaparando la atención del mundo durante 40 días.
Dudo que haya sido su intención y quizás a Burgo hasta le moleste enterarse, pero en muchas ocasiones en una oración se puede reemplazar la palabra ‘River’ por ‘Boca’ sin perder vigencia o veracidad. Hasta la corrida del Pity compartimos mucho de lo que aquí se detalla.
Elegir apenas seis párrafos para citar fue un desafío ya que cada uno es imperdible. Al terminarlo uno entiende más esos 40 días de agonía, desesperación, miedo y asco si se quiere, que nos despertaron a una realidad que no puede seguir siendo así. Yo soy como Donofrio: no creo en las grietas, ni siquiera en las grietas del fútbol y este libro puentea esa grieta casi imperceptiblemente y deja ver que lo que le pasó a River y lo que le pasó a Boca es lo que le pasa al fútbol argentino.

Dos (la selección)

Todo ocurrió en diez segundos. Los fenólicos cayeron y mis piernas se enredaron contra los metales. Intenté mantener el equilibrio, pero trastabillé y di contra el piso. Mientras guardaba, o eso creí hacer, la entrada en el bolsillo, tuve terror de que la policía me pegara un bastonazo o que uno de los hinchas que desfilaban como toros de San Fermín me atropellaran. La suerte es cuestión de centímetros y esta vez me jugó a favor. Cuando me levanté, abombado por el combo de la caída y el gas pimienta -y tal vez por la tarta de verdura que había almorzado en el chino-, me alejé unos metros del estadio. En el medio de Figueroa Alcorta intenté recompensarme, tomar aire. Me vi las piernas con moretones y manchas de sangre. Llamé a mi mujer, le dije que había bardo, pero que estaba bien, que no se preocupara por si escuchaba de incidentes, y nos consolamos con otros hinchas que la habían pasado mal.

Tres

Pero los que se odian también se aman, y cualquier rivalidad implica un reconocimiento de la grandeza ajena: nadie acepta ser el clásico de un equipo menor. Cuando River salió campeón en 1947 festejó primero en el Monumental, donde ya jugaba desde 1938, y a mediados de semana siguió celebrando en su barrio original. Lo que hoy parece fábula no fue a un costado o a escondidas de su viejo rival, sino en su compañía, invitado por el propio Boca.
«Hermosa fiesta de confraternidad brindó Boca a su aniversario clásico, River», encabezó La Razón su crónica del 21 de noviembre de 1947,  un título parecido al de Crítica: «Celebró Boca con cordial alegría de Hermano».

Cuatro

A la religión siguió la política cuando, menos de cuarenta y ocho horas después de las clasificaciones de Boca y River, Macri convirtió el clásico en una cuestión de Estado y también de fe, como si un tuit bastara para erradicar la violencia y los hinchas visitantes, prohibidos en partidos de Superliga desde 2013, pudieran regresar a los estadios. «Lo que vamos a vivir los argentinos es una final histórica -dijo el presidente el viernes 2 por la mañana-. También una oportunidad de demostrar que estamos cambiando, que se puede jugar en paz. Le pedí a la ministra de Seguridad que trabaje con la Ciudad para que el público visitante pueda ir».

Cinco

Si algún día se recopilaran los diez tuits más imprevistos de esta final, no debería faltar el que el delantero de Platense José Vizcarra le dedicaría a Macri ese mediodía: «Veinte años, comparados con los 200 que va a tardar el país en recuperarse de tu gobierno, no es nada. Pasa volando».

Seis

Para el 9 de diciembre de 2019, algún productor debería estrenar un documental en el que los hinchas reconstruyamos cómo vivimos la carrera del Pity, esos 75 metros recorridos en nueve segundos y dos toques de zurda, uno de control y otro de definición. Mi aporte sería que antes de caer en una avalancha de platea -como la mitad del Bernabéu-, alguien a mi lado se anticipó al gol y comenzó a gritar «¡Dale campeón, dale campeón!» a medida que Martínez avanzaba en territorio comanche y a cada paso suyo purgábamos para siempre nuestras heridas del pasado.

Siete

Entonces los hinchas de River nos hicimos la madre de todas las preguntas, el quid de la cuestión que nos moviliza todos los días, vayamos o no a la cancha: ¿Hasta dónde llega el amor de nuestro equipo? ¿Cuál es el límite del fanatismo, el momento en que simplemente debemos decir no? ¿Debíamos prestarnos a la estafa y viajar a Madrid? ¿O debíamos perdernos el partido de nuestras vidas para decirle basta a la Conmebol?
En algunos casos ni siquiera era una disyuntiva económica: era un pregunta filosófica.


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