Mauro Colagreco, el argentino que se convirtió en el primer extranjero en conseguir tres estrellas Michelin en Francia- RED/ACCIÓN

Mauro Colagreco, el argentino que se convirtió en el primer extranjero en conseguir tres estrellas Michelin en Francia

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Mauro Colagreco, el argentino que se convirtió en el primer extranjero en conseguir tres estrellas Michelin en Francia

Ilustración: Daniel Diosdado | Intervención: Pablo Domrose

La Costa Azul es un territorio móvil, de mapas superpuestos y fronteras desdibujadas. Un lugar que mezcla idiomas, identidades, saberes y sabores. Nada está quieto, y esa característica se remonta lejos en la historia.

La región fue parte del Ducado de Saboya. Si fuera posible hacer una arqueología de las voces del lugar, el eco del pasado nos hablaría en muchas lenguas, nos contaría misteriosas historias, nos dispararía las más increíbles imaginaciones.

Diversidad y riqueza emanan de esas fronteras, impregnan sus suelos, sobrevuelan la tierra. La atmósfera del lugar es, sin duda, la multiplicidad de horizontes que de una manera perfecta sintetiza el magnífico mar que baña sus costas, metáfora tangible de todos los viajes, de todos los destinos.

Muchos describen el entorno desde un cuerpo transformado por la sorpresa de los sentidos frente a las maravillas de la naturaleza y su singular disposición: el color siempre cambiante del mar, las imponentes montañas y valles, la atractiva alternancia de sitios salvajes y refinadas construcciones, áridos peñascos y tierras fértiles, pintorescos poblados e inhóspitos parajes.

Foto: Eduardo Torres

En la Costa Azul, Mirazur es un enclave a los pies de los Alpes Marítimos, en Menton: el último poblado francés hacia el este y el primero al oeste de “la pasta italiana”. Ubicación de privilegio, es al mismo tiempo un punto de llegada y un punto de partida, un vórtice que concentra y despliega la magia del lugar. Un centro que late con el mismo pulso que el paisaje.

Nacida a partir de distintas tradiciones culinarias, la cocina de Mirazur sabe de la alquimia entre el savoir vivre francés y la bella vita italiana. El territorio es el eje que modula la elección de los productos que serán utilizados en recetas y preparaciones. Combinaciones inéditas surgen de la interacción entre la fuerza ondulante del mar, la sabiduría de la montaña, la explosión de colores y aromas de los jardines y la perfecta quietud del horizonte.

¿Cocina francesa, italiana, latinoamericana?, ¿cocina du terroir?, ¿mediterránea?, ¿del mundo? El plato es el espacio donde se borran las fronteras, se olvidan las divisiones, se instaura el equilibrio: siempre conjuga, nunca expulsa. Es esa identificación enriquecedora la que mezcla y hace estallar las fronteras geográficas y culturales, la que amplía los límites de las categorías al intentar definir su cocina. En ese juego creativo está la libertad.

Con esa libertad se inicia el viaje de los sentidos, el viaje de la memoria que se irá desplegando al ritmo de los pasos del menú. Un diálogo inagotable que se escribe con colores, sabores, aromas, sensaciones e historias propias y del lugar. Una aventura que nos propone dejarnos guiar para explorar conexiones insospechadas. Cada menú es una travesía única por todos esos estratos, es el resultado de una acumulación de saberes, de experiencias.

Cada plato es una oportunidad de demorarse, de sumergirse en un entendimiento profundo y sensible de ese universo especial que conjuga fronteras.

Foto: Eduardo Torres

Lo imposible

Gracias al fuego, los primeros hombres dejaron sus huellas en la piedra de oscuras grutas y cavernas. Arte y luz forman, desde entonces,una dupla indisociable.

Luz del fuego central. Inspiración. Simbolismo poético. En la Costa Azul, la luz tiene una presencia que fascina. Fluida, voluptuosa, el modo en que impregna la visión... su potencia confiere a lo real una dimensión que sugiere lo pictórico y por extensión lo trasciende.

En esta luminosidad, la experiencia sensible del entorno se intensifica, el tiempo cambia el pulso y comienza ese ritmo marcado por los cambios de la luz. Valoración absoluta del instante. Reflejos, sombras, exaltación, tranfiguraciones, color, movimiento: registros que la luz plasma sobre un material privilegiado cielo y mar que se despliegan generosamente frente a los ojos cuando se recorre la costa, cuando se observa desde cualquier mirador del pueblo, de la montaña o desde cualquier rincón del paisaje.

Renoir, Bonnard, Modigliani, Monet, Dufy, Matisse, Rodin, Picasso, Chagall, Man Ray, Cocteau, Braque, Miró, Liégeard, Scott Fitzgerald, Hemingway, Simenon, Sartre, Graham Greene, Hitchcock… eligieron la región por su especial belleza, por la cualidad distintiva de la luz meridional y su efecto sobre los seres y las cosas.

Pintura, cine, fotografía, poesía, filosofía: escrituras de la luz que viajan a través del tiempo y siguen emocionándonos. Leyendas de la zona. Revelaciones del mundo y sus innumerables posibilidades. Manifestación de los cambios y las transformaciones. Movimientos de la sensibilidad. Iluminaciones varias. En Mirazur, la experiencia de esta atmósfera es vívida y palpable.

Foto: Eduardo Torres

Balconeando hacia el Mediterráneo, enmarcado por las majestuosas paredes de las montañas, rodeado de un jardín centenario, su magnífico edificio vidriado en tres niveles reproduce y multiplica la vivencia de esa calidad incomparable de la luz. En la sala, el viaje sensible que se inicia con la magnífica vista del mar continúa cuando se descubre cada detalle del lugar, cada objeto de la mesa, cada plato que se presenta al comensal con su universo de formas y colores. Juego de intensidades y contrastes en perfecta armonía con el conjunto.

Como uno de esos sueños improbables que se presentan de la mano del azar, así es el comienzo de la historia de Mirazur. En una charla en torno a una mesa, frente al mar Cantábrico alguien suelta una frase: “Yo conozco un restaurante como este, pero que tiene una vista más hermosa, increíble. Además, está cerca de Italia, en Menton. Y está cerrado desde hace cuatro años”. Suelta la frase con inocencia, la deja caer y el terreno es fértil: en el grupo está Mauro Colagreco, un chef argentino que lleva cinco años trabajando en varios de los más importantes restaurantes de Francia. Después de intensos años entre hornallas ajenas, Mauro está buscando un lugar propio para cocinar; tiene la intención y el deseo firme de abrir su local.

Un tiempo después de aquella charla fundacional, se organiza la entrevista con el dueño del local vacío en Menton. En París llueve sin parar, las temperaturas son gélidas y el contraste con Menton es muy fuerte. El relato de ese viaje hasta el pueblo es novelesco, casi una travesía iniciática que arranca desde una París fría y gris, en un pequeño y viejo auto, hacia un pueblo y un sueño que se convertirán en la vida y el destino en los años venideros.

Foto: Eduardo Torres

Una vez que se llega a Menton, hay que recorrer la costanera, que sigue el dibujo de la bahía mentonesa hacia Italia. A la izquierda, el pueblo, la montaña, la vegetación; a la derecha, la playa, el puerto, el mar y un horizonte cada vez más amplio, más grandioso.

Se toma un camino ascendente que se introduce en las ondulaciones de la montaña y, justo antes de llegar al puesto que marca la frontera con Italia, se llega a un estacionamiento, apenas escondido, en el que se percibe el aire del mar, que sopla entre las copas de los árboles. La vegetación enmarca un edificio blanco, vidriado. Desde los tres niveles de la construcción, desde sus amplios ventanales se avista el Mediterráneo. Los pisos de baldosas, la cocina enorme y silenciosa, la vista que corta el aliento… El deslumbramiento es inmediato.

En aquel primer encuentro, un hombre alto, el inglés propietario del lugar, vestido de pies a cabeza de blanco, espera a Mauro. Hace preguntas, quiere saber cómo y por qué un chef argentino llegó hasta ahí y ha decidido atreverse a encarar el desafío de dar vida a ese gigante dormido que es Mirazur. Allí comenzará una conversación en la que todas las emociones se convocan en que las limitaciones y las dificultades para dar el salto hacia la empresa propia son enormes. El dinero necesario es mucho; la garantía de éxito, escasa. Pero el deseo, la fortaleza y la perseverancia son enormes y pondrán a girar la rueda que rodará por el buen camino.

Foto: Eduardo Torres

Mirazur abre en abril de 2006. Desde entonces, la cocina y el proyecto están encabezados por una frase del Che: “Seamos realistas, hagamos lo imposible”. Es una frase emblemática, que pronunció Ernesto Guevara antes del desembarco revolucionario en La Habana y que luego los jóvenes del Mayo francés hicieron propia, la pintaron en las paredes y las banderas de París, y que después recorrió el mundo. Es una declaración de principios que afianza la decisión, la confianza, el empeño, y es una consigna que recuerda, a todos los que allí trabajan, cómo y por qué Mirazur pasó en muy poco tiempo de ser un local abandonado y silencioso a la leyenda que es hoy en la región y en la gastronomía francesa e internacional.

En octubre de 2006 y a solo seis meses de su apertura, Mauro Colagreco ya era mencionado como revelación del año por la guía francesa Gault & Millau. En 2007 llegaba la primera estrella Michelin, que marcó un antes y un después en el ritmo y la estructura del restaurante. Un año después, una publicación francesa elegía por primera vez cocinero del año a un cocinero no francés, Mauro Colagreco. En 2009 se incluyó al restaurante en The World’s 50 Best Restaurants; en 2016 llegó al sexto puesto del ranking mundial y en 2017 al cuarto puesto, convirtiéndose en el único restaurante de Francia ubicado entre los diez mejores del planeta. Fue un camino vertiginoso, lleno de saltos al vacío.

Hay un momento que todos recuerdan en esos diez primeros años: es la premiación con la segunda estrella Michelin, que llegó en 2012. Se anunció un lunes, día en que Mirazur no abre. Ese día el teléfono con las felicitaciones no paraba de sonar. Todo el equipo lloraba de emoción. Entre los llamados estuvo el de Monsieur Ducasse, el célebre cocinero francés que quería felicitar al equipo y que una vez al habla dijo: “¡Felicitaciones, la segunda estrella! Ahora se acabó: hay que empezar a trabajar”, y colgó. Alain tenía razón. Mirazur había entrado a las grandes ligas de la gastronomía mundial.

Esta nota salió publicada originalmente en la edición del 09/18 de MONO, la revista mensual impresa exclusiva para miembros de RED/ACCIÓN. Si querés recibirla, activá tu membresía.