Un comunista en calzoncillos, comentado por Mariana Arias- RED/ACCIÓN

Un comunista en calzoncillos, comentado por Mariana Arias

 Una iniciativa de Dircoms + RED/ACCION

Un especialista invitado comenta un libro de no ficción y elige los seis párrafos de ese libro que más le hayan llamado la atención.

Un comunista en calzoncillos, comentado por Mariana Arias

Un comunista en calzoncillos
Claudia Piñeiro
Alfaguara

Uno (mi comentario)

Claudia Piñeiro me contó que siempre fue feminista, fue algo natural en su vida gracias a su padre; él la corrió constantemente del rol establecido para la mujer. “Cada vez que yo quería hacer algo que encajara con el estereotipo, pero no era lo que yo deseaba, me forzaba a que hiciera otra cosa”. Ese hombre que tenía sueños para su hija, también para su país, buen mozo, alto, irresistible, le ofrecía ser independiente. Ese hombre fue fundamental en su vida.  Piñeiro escribió, en 2013, Un comunista en Calzoncillos, una novela en donde recrea la biografía de su padre, de su vida en familia, de la militancia y la ideología del hombre que la hizo libre desde el principio de su vida. En sus páginas, la historia del país transcurre de manera velada, como en un segundo plano, en el marco de una trama donde sobresale la intimidad del hogar y de sus protagonistas.

“Alguna vez que le pregunté a mi mamá si de verdad mi padre era comunista, ella me contestó: ‘Dejalo que se lo crea’ –se lee en el libro–. Y él no solo se lo creía, sino que además nos lo recordaba cada vez que podía: Un comunista declarado, enfático pero no practicante, la opción más absurda: correr los riesgos de decirlo sin haber hecho ningún acto heroico que justificase estar en peligro. Ni siquiera un póster en la pared. Un comunista en calzoncillos”. 

Los vaivenes económicos y políticos de 1976, el momento del golpe militar, las desapariciones cercanas, las diferencias de pensamiento entre los padres de sus compañeras de colegio y su propio padre, la intimidad familiar, la sospecha de lo no dicho pero que siempre es reconocible para una niña que mira a sus padres y sabe más de lo que ellos esperan, son algunas de los temas abordados por la autora. 

El silencio fue un refugio para Claudia Piñeiro; en un momento complejo en el cual no podía expresarse lo que pensaba, callar fue una forma de resguardo y al mismo tiempo se convirtió en el motor que más tarde la condujo a la literatura como sustancia de vida. “El silencio me protegía –escribe Piñeiro–, hacía que pasara desapercibida”. 

El silencio para disimularse entre la multitud. Y la escritura –que también se compone de silencios– como una manera de destacarse. Aunque ella siempre escribió, siguió algunos mandatos, imposiciones de época, y estudió economía. Pero en un momento decidió arriesgarse y dedicarse totalmente a la literatura. 

Esta novela es una radiografía de su tiempo en familia, en el que podemos reconocer a la niña que más tarde se convertirá en una de las escritoras más vendidas de la Argentina y en la ciudadana activa que lucha por causas que cree justas.

Una anécdota que me queda en la memoria y que demuestra su esencia, la fibra con la que está hecha: “Papa murió muy joven y cuando fue su velorio llamaron a los hombres para  llevar las manijas del cajón. Y yo pensé: ¿Cómo yo que soy la hija no voy a acompañarlo hasta el final sólo por ser mujer. Y en ese momento entendí que mi padre (el comunista en calzoncillos) hubiera querido que yo también estuviera ahí”. Padre e hija y ese lazo complejo pero ineludible, incluso más allá del final.

Dos (la selección)

Me refugié en el silencio,como tantas otras veces antes y después de ese día. No se me ocurrió pensar entonces que a lo mejor alguna otra también callaba. Creía que yo era la única distinta, la que no encajaba. Yo y mi familia. Entonces el silencio me protegía, hacía que pasara desapercibida, me ponía a salvo, pero también me pesaba, se me montaba sobre los hombros como una carga con la que era difícil andar. Sentía que mis amigas cada tanto me miraban esperando que dijera algo. Intenté hacerlo, pero no sabía qué. Ellas tenían una esperanza, la más equivocada según mi padre, la más ignorante. Una esperanza cómplice, aunque no lo supieran. En cambio yo no tenía nada, ninguna otra para ofrecer a cambio. Mi padre detestaba a los militares. Isabelita le parecía una inoperante y las elecciones de unos meses después no se presentaban como un escenario posible. 

Tres

Él sabía lo que no quería, pero no tenía una alternativa para ofrecer. Entonces yo tampoco la tenía para mis amigas. Tal vez no la había. “Peor que los militares, nada”, decía. Entonces nada. A veces ser inteligente, como lo era mi padre, no es negocio.

Cuatro

Pero no pude escuchar qué le decía mi abuela ni qué le contestaba mi padre. I.uego la puerta que se cerraba, la silla que arañaba el mosaico otra vez. Y un golpe, quizás el puño cerrado de mi padre sobre la mesa, porque también escuché el tintinear de la pava que oscilaba sobre el plato donde él la apoyaba si es estaba muy caliente. Se pelearon, pensé. Pero por qué, y tan temprano. Me extrañó que aún peleados ni él ni ella vinieran a despertarme para ir al colegio, Entonces me levanté y fui hasta la cocina. Mi padre se cebaba un mate con una mano mientras se frotaba la cara con la otra. No me vio y me acerqué. Al verme se sobresaltó. No dije nada, esperé un instante a que él contara qué había pasado. En dos o tres oportunidades pareció que iba a hacerlo, suspiraba como si detrás de ese suspiro viniera un relato. Pero el relato se moría dentro de él antes de salir de su boca. O él lo mataba. “Andá a dormir”, dijo por fin. “¿No hay clases?”, pregunté, no entendía. “Lo hicieron”, dijo más para él que para mí, “finalmente lo hicieron”, y golpeó sobre la mesa con el puño cerrado pero ahora casi sin fuerzas, como un comnpás, tres o cuatro veces. Un golpe repetido, inútil. Luego me miró y dijo: “Los militares sacaron a Isabelita”.

Cinco

Pero a pesar de la prepotencia que significaba el cuerpo de mi padre, nuestros cuerpos, el sexo y hasta el amor eran temas prohibidos. Y aunque parecía que en mi familia se podía hablar de cualquier cosa, esa máxima no se extendía a las emociones, a los deseos, a lo carnal. No nos tocábamos, no nos besábamos. La televisión era uno de los pocos instrumentos que rompía con esa censura dejando que se filtraran en mi casa algunos besos. Siempre que mi padre no estuviera mirando con nosotros. Si mi hermano y yo estábamos frente al aparato, y en el programa que veíamos un hombre y una mujer se besaban, mi padre cambiaba automáticamente de canal. O apagaba el televisor. Sólo se salvaban los besos cortos, secos y rápidos, aquellos que no le daban tiempo de levantarse, estirarse sobre la heladera hasta alcanzar la perilla del aparato y hacer que el beso se evaporara. La acción de mi padre dejaba una sensación interrumpida, interceptada en el aire allí donde había quedado ese beso, en el lugar que entonces nos resultaba tan difícil de entender: aquel por donde viajaba una imagen hasta meterse dentro del aparato de nuestra cocina. Y la operación de apagado venía acompañada de chasquido de labios de mi padre, meneo de cabeza y frases entrecortadas pero que debían decir algo parecido a “qué barbaridad”.

Seis

La frase de cabecera de mi padre era: “El deporte es salud”. Y se burlaba de otra frase de aquellos tiempos: “El ahorro es la base de la fortuna”, no porque hubiera encontrado otro camino para salir de pobre sino porque tenía la certeza de que las fortunas que conocía no se habían hecho ahorrando. No me había dejado tener Libreta de Caja de Ahorro Postal, donde todos mis compañeros menos yo pegaban estampillas con las que juntaban dinero que usarían más tarde. “Cuento chino. Cuando lo quieran usar no va a valer nada”, decía y me quitaba otra de las tantas ilusiones que nunca tuve. Lo decían las maestras, lo decía el Correo, lo decían los padres de mis amigas. Cuento chino”, decía él. Ahorraba, sí, mi padre, las pocas veces que podía, pero no con la fantasía de llegar a ser rico sino de tener un lugar en donde caerse muerto. Y para que después de la caída nos quedara algo, lo poco que fuera, a nosotros.

No recuerdo un solo día de mi vida junto a él en el que no haya dedicado los cuarenta y cinco minutos anteriores a la cena a hacer gimnasia. Acomodaba sus necesidades deportivas a los espacios disponibles en nuestra casa de tres ambientes.

Siete

Por pensar siempre en sí mismo. // Estas son las cosas que día tras día / Me alejan de tu corazón, querida mía. / Querida mía.

La pregunta que apareció entonces y no me dejó dormir en toda la noche fue: ¿quién era esa “querida mía” en la que pensaba mi padre, que no lo dejaba dormir, que lo hacía escuchar un disco viejo, a oscuras, en la mitad de la noche? Y muy por debajo de cualquier pensamiento consciente, elaborado, me volvía con toda su impertinencia esa frase que me había torturado de chica y que creía dominada: mi papá es mucho más lindo que mi mamá. Quise sacarla rápidamente de mi cabeza, ya no tenía edad para seguir torturándome con si mi madre era linda o era fea, respondiéndome que no era linda y sintiéndome mala por pensar eso. Ni edad para preguntarme qué cosa de ella había enamorado a mi padre. “La única verdad es la realidad”, decía mi papá repitiendo lo que antes había dicho Perón. Y la realidad era que él había elegido casarse con mi mamá, quince años atrás, y allí seguía, en nuestra casa, le pesara o no.


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