Vive con VIH, su marido no y hace 8 meses fueron padres de una beba: la historia de Mariana Iácono- RED/ACCIÓN

Vive con VIH, su marido no y hace 8 meses fueron padres de una beba: la historia de Mariana Iácono

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A los 19 años supo que tenía el virus. Cuando pudo aceptarlo decidió hacer algo con eso: comenzó a dar talleres y creó la Red Argentina de Jóvenes y Adolescentes Positivos. Hoy viaja por el mundo luchando por la ampliación de derechos de las personas que viven con VIH y formó una familia.

Vive con VIH, su marido no y hace 8 meses fueron padres de una beba: la historia de Mariana Iácono

Imagen: Caio Mota | Intervención: Pablo Domrose.

Cuando lo supo sintió que estaba muerta. 

—Muerta.

Pero Mariana Iácono es una de las personas más llenas de vida que conozco.

A los 19 años adquirió VIH (“no se dice contagio —instruye— se dice adquirir o transmitir porque contagio es por contacto y el VIH tiene vías específicas: por transmisión sexual, por la sangre y vertical, de madre a hijo”). Era el año 2002, estaba encerrada en un noviazgo violento, aunque se daría cuenta de eso años después. Su pareja, de 27, sabía que tenía el virus y, sin decírselo, la forzó a tener sexo sin preservativo.

—Al principio, cuando tuve el diagnóstico y empecé a hacer actividades para concientizar decía: “Tengo VIH porque yo lo decidí. Porque decidí no usar preservativo”. Ese discurso me sirvió para empoderarme pero después me di cuenta de que no. Que si estaba con una pareja violenta con la que no podía negociar el uso del condón yo no había decidido. 

Ella no sabía. Pero presintió. Una de las dos veces que tuvieron relaciones sin preservativo, de la nada, le dijo: “Mirá si me contagiaste SIDA”.

—Porque sí. Nadie después de coger le pregunta al otro: “Mirá si me contagiaste sífilis,  gonorrea”. Nadie. Yo sí.    

Terminó esa relación en julio de ese año, después de que la pareja le pegara durante horas. Para diciembre se había enterado de que le había dejado más que moretones. 

Le habían aparecido verrugas de HPV (virus del papiloma humano) en toda la zona púbica, vaginal y anal. Cuando se las fue a examinar pidió también, no porque pensara que lo tuviera, un examen de HIV. Cuando tuvieron el resultado la llamaron y le dijeron que “había pasado algo con la muestra”. Algo. No querían comunicárselo por teléfono y ese fue el mensaje. Mariana no sospechó. Nunca. Imaginó que alguna enfermera se habría tropezado con los tubos de las muestras y los había quebrado. No volvió a averiguar qué había sucedido. 

Poco después consultó a una infectóloga por sus verrugas y fue ella quien le pidió más estudios, entre ellos el de HIV. Se lo hicieron una vez y la médica le dijo que “no estaba claro”, pidió repetirlo. Ella tampoco sospechó ahí. La segunda vez ya no hubo dudas. 

Fue sola a buscar el resultado. Aunque no cree, en el camino rezó. La médica solo la miró.  Mariana comenzó a llorar a los gritos.

—Se me vino a la cabeza la imagen de esa vez que tuve sexo sin preservativo y le dije: “Mirá si me contagiaste SIDA”. Y él me respondió: “¿Te venís a vivir conmigo?”. Y yo: “Sí. Nadie me va a querer con esto”. 

Mientras habla, Eva Malika, la pequeña hija que Mariana y Caio, su marido, tuvieron hace 8 meses, juega a su lado. Mariana se interrumpe para atenderla, darle muñecos, cambiarle el pañal entre risas y lo más profundo del amor. 

Foto: gentileza Mariana Iácono

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Las calles de Avellaneda —el primer municipio del conurbano bonaerense al sur de la Ciudad de Buenos Aires— son militancia. Son barrio y pueblo. Para llegar a la casa de Mariana el remis atraviesa caminos que exhiben paredes coloridas desde las cuales Juana Azurduy, Violeta Parra, Frida Kahlo y Eva Perón laten, marcan el pulso del lugar. Les siguen escenas de pueblos indígenas en muros que son cuadros. Avellaneda es Latinoamérica. Iácono también.

Allí vive desde que nació. Pero Mariana no dice ser de ahí. Dice, pecho inflado, “soy de La Boca”. Sus padres, pese a vivir en Avellaneda, planearon que la tercera de sus hijas naciera cerca de la Bombonera. Si hubiese sido varón, Mariana se llamaría Diego Armando. Lo que se hereda, dicen, no se roba: 36 años después ella haría exactamente lo mismo, organizaría el nacimiento de su hija para que llegara al mundo cerca de la cancha de Boca. Si llega a tener un hijo varón indiscutiblemente se llamará Román.  

En el living de su casa tiene una biblioteca suculenta dividida por secciones: Historia argentina, latinoamericana e internacional, Feminismo, Novela, Crónica, Brasil, Biografías, El Che. Y al lado, en una vitrina con puertas de vidrio, una colección de más de mil Playmobils. Sentados por familias —madres, padres, hijos e hijas— forman una verdadera comunidad: hay afros, chinos, esquimales, gays, lesbianas, con oficios, pequeños, grandes y enormes.  

Desde los 8 años es adepta de estos muñecos, pero hace algo de tres la invadió un fanatismo voraz y agrandó la colección. Desde entonces va a ferias de coleccionistas donde consigue los más particulares e inéditos. 

Ahora Mariana también dice que está muerta. De cansancio. “El viaje a Kenia me fusiló”.  Acaba de volver de la Cumbre de Nairobi por el 25 aniversario de la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo (CIPD) que se celebró en El Cairo en 1994, donde se reconocieron los derechos sexuales y reproductivos como el camino hacia un desarrollo sostenible. Su vida pasa entre un avión y otro, una actividad y otra. Además de feminista, trabajadora social, docente, estudiante del Profesorado de Historia, de la Maestría en Comunicación y Derechos Humanos y —por si esto no bastara— del Doctorado en Comunicación, se convirtió en una referente latinoamericana de las personas que viven con VIH. 

Eva Malika llegó para sumarse a la efervescencia de su madre, a la intensidad y la pasión que le imprime a los días. A veces cruza los cielos con ella, la lleva a conferencias y encuentros. También a la universidad. Mariana no elige entre maternidad y carrera. Mariana activa, trabaja, estudia y materna.

Foto: Mariana y Eva Malika convertidas en Playmobil.

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Hace 17 años, después de que le dieran el diagnóstico de VIH positivo, se fue a la casa de una amiga a contarle y desde ahí pidió a una de sus hermanas que la fuera a buscar. Su hermana le pidió que no le dijera nada a sus padres. 

—Y yo llegué gritando por ese pasillo —dice divertida y señala el corredor que va desde la entrada de la casa al fondo verde, lleno de plantas y vegetación—: “Me dio positivo, me dio positivo”. 

Tal era el escándalo que su padre pensó que estaba embarazada. 

Ese mismo día también se lo contó a su primer novio, con quien se había reconciliado luego de romper con el golpeador, a sus amigas y amigos: “En una hora ya sabían 50 personas”, dice. Cuando su pareja lo supo, la dejó. “Cómo me hiciste esto”, le dijo. Ella, en un ataque de furia, envió un mail en cadena a muchas personas de su círculo y del de su ex diciendo que él la había dejado porque ella tenía SIDA.

—Gigante, en letras gigantes.   

Mariana no es discreta. Mariana es fuego, es tormenta eléctrica. Es voz alta, grito potente.

Lo que vino después no fue fácil. 

El primer mes se lo pasó encerrada en su casa a puro Clonazepan. Lloró durante un año. Hasta que la terapia, los grupos de pares y la contención empezaron a hacer efecto. Y dos años después decidió que quería hacer algo con eso: comenzó a dar talleres de prevención y concientización. Los primeros los dictó en el Instituto de Formación Docente donde estudiaba Trabajo Social, en Lanús. Se sintió tan cómoda y reconfortada en ese rol que después continuó en escuelas y otros espacios.

Algunos años después pasó a integrar el programa de VIH y Acción social de la Unión de Trabajadores de la Educación (UTE). Junto al sindicato participó de un encuentro de la Red Bonaerense de Personas con VIH, donde muchos referentes de diferentes organizaciones, al verla tan joven, le dijeron que hacía falta un espacio para personas con el virus de esa franja etárea. No hizo falta más. Al año siguiente, en 2009, Mariana había fundado, junto a un compañero, la Red Argentina de Jóvenes y Adolescentes Positivos (RAJAP). Un espacio de grupos de pares, talleres, consultas, visitas a jóvenes, niños y adolescentes con VIH, encuentros nacionales. Aunque después de cumplir 30 Mariana dio un paso al costado, fundó una organización con bases sólidas. La red sigue andando y este año cumplió su primera década.

También cofundó la Red de jóvenes con VIH de América Latina y el Caribe, integra la  Comunidad Internacional de Mujeres viviendo con VIH SIDA (ICW Latina) y es referente nacional del capítulo argentino de la misma comunidad (ICW Argentina). Esas agrupaciones, entre otras actividades, la llevan de cumbre internacional a cumbre internacional.

Poco a poco Mariana se volvió una persona visible: comenzó a protagonizar campañas de concientización, a aparecer en los medios, a contar su experiencia, su resiliencia, una y otra y otra vez. Hoy su vida inspira notas, entrevistas, textos que ella misma escribe en columnas o en sus redes, textos que erizan la piel. Este años debutó en teatro: coprotagonizó un biodrama contando su historia, y hasta se está filmando un documental sobre su vida.

Sin dudas el virus la marcó. “El VIH me dio feminismo, sufrimiento, empoderamiento y placer”, escribió en su presentación para Nómada, una revista digital guatemalteca en la que colabora.

El 5 de diciembre cumplió 17 años desde que lo contrajo. En dos años habrá vivido la misma cantidad de tiempo con VIH del que vivió sin él. 

—Soy casi un adulta con VIH, casi mayor de edad —bromea. 

Mientras habla, Mariana pone a cada lado de Eva dos de sus playmobils gigantes para que juegue. Son más grandes que ella. La beba los examina, los toca, les agarra las manos curvas. Después apreta los botones de un juguete y baila al ritmo de las melodías estridentes, bambolea todo el cuerpo con el pañal pegado al piso.

—No sabés, escucha las canciones de las publicidades y mueve la cola. En eso salió a la madre.

Foto: Caio Mota

***  

“Los dos desnudos, las sábanas desordenadas y porque estaba mal puesto o porque estaba fallado o por vaya uno a saber por qué, el preservativo se rompe. Nos damos cuenta, frenamos. Y él me pregunta si estoy enferma y yo digo que no y me pregunto: ¿Enferma según quien? ¿Según la Organización Mundial de la Salud? ¿Según yo? ¿Según mi carga viral? ¿Según los otros?

(...) Si yo pudiera decidir, elegiría no tener VIH.
Elegiría no hablar de VIH cuando estoy desnuda en la cama.

(...) Entonces después, el diálogo repetido de carga viral indetectable. Y ¿Qué tipo de VIH tenés? El VIH más tranquilo y amoroso. Está controlado: no se porta mal, yo no lo dejo.

 —Tenía derecho a saberlo.
—Yo tengo el derecho a no decirlo, no estoy haciendo nada malo. No estás en riesgo.
—Vos tenés la obligación de educar a la gente.
—¿A toda la gente? ¿Todo el tiempo?”.

La crónica que Mariana escribió para la revista Anfibia hace cinco años, “Por qué no me lo dijiste antes”, se hizo viral. En el texto planteaba el dilema y lo difícil que es para las personas que viven con VIH el momento de tener relaciones sexuales. Si usando preservativo no expone a nadie ¿está obligada a decirlo?

Como ella siguió el tratamiento con rigurosidad y tiene total adherencia a la medicación, la carga viral de Mariana se volvió indetectable. Esto es: el virus entra en un sueño profundo y se vuelve intransmisible. Pese a explicar esto una y otra vez, durante años, sus relaciones sexuales (o el intento de tenerlas) fue una concatenación de frustraciones para echar al olvido. 

Hasta que en 2014, en un viaje a un encuentro de mujeres en Brasil, conoció a Caio Mota. Un comunicador social y fotógrafo de Manaos que integraba la organización que coordinaba la actividad en Belo Horizonte. 

—Ahí lo vi pasar y lo fiché —dice Mariana.

Pero en el encuentro no pasó nada. Fue días después, la noche antes de que ella se volviera, cuando de fiesta, al ritmo del funk en Río de Janeiro, se besaron. 

Mariana volvió a la Argentina al día siguiente y, a la distancia, comenzaron a hablar por Facebook. Un día ella posteó algo acerca de su carga viral. Él le preguntó por chat qué significaba. Ella comprendió que él no había entendido, aunque se lo había dicho. Se lo explicó esta vez con las sigla en inglés para que no quedaran dudas: “H-I-V”. Él no volvió a responder.  

—Dije: ¡Listo! Se jodió. Uno más con el que se pudrió todo.

Pero al día siguiente Caio escribió. Le dijo que se había quedado dormido, aunque años después Mariana se enteraría de que en realidad lo que hizo fue ir a hablar con los amigos con los que vivía en una casa colectiva. 

“Está todo bien —le respondió— yo no tengo problema con eso, solo necesito más información”. 

—Y ahí arrancó todo.

En 2015, después de varios viajes de ida y vuelta de Mariana a Brasil, ella terminó instalándose allá. Pero en 2016 decidieron volver juntos a la Argentina, a Avellaneda. Y en 2017 se casaron.

Mariana y Caio son una pareja sero-discordante, esto es que ella vive con VIH y él no. Aún así, como Mariana tiene carga viral indetectable, eligieron tener sexo sin preservativo. Soñaban con un hijo.

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Eva Malika llegó después de tres duros años de búsqueda, dos abortos espontáneos, innumerables menstruaciones que traían una angustia honda, y un deseo inmenso. 

Cuando Mariana se enteró de su embarazo estaba en Ciudad del Este, Paraguay. Había llegado después de una largo viaje a Foz do Iguazu. Al día siguiente iba con amigos a las cataratas. Recuerda, nítidamente, que apenas llegó a las inmensas cascadas sintió un viento frío en la cara y pensó que se trataba de un aviso. “Voy a agradecer a Oshún (diosa de la maternidad y madre de los ríos)”, dijo. Aunque no sabía bien qué tenía que agradecer. Antes de ese momento uno de sus amigos le había advertido que se iba a ir embarazada de Paraguay. Estaba seguro porque había escuchado cantar al pájaro pitogüé, un ave legendaria que, según las tribus indígenas de la región, tuvo una existencia anterior humana en la que cumplía el rol de comadrona y, por su experiencia, reconocía a las futuras madres antes de que ellas lo supieran.

Mariana no le había dado demasiada importancia a la leyenda que le contó su amigo, pero una vez en las cataratas el pitogüé la seguía “cual loro”. Ahí dijo: “Me quiero comprar un test de embarazo”. 

Dos días después se encontró con Caio en Belo Horizonte. En el mismo lugar donde se conocieron, Mariana le contó que iba a convertirse en padre.

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Eva intenta pararse sola. Se agarra del sillón y se ríe mostrando sus dos dientes diminutos. Mariana también, a carcajadas. Alienta a su hija a dar un paso, disfruta al verla intentar superarse, al verla, como ella, desafiar sus propios límites. Eva hace fuerza para sostenerse sobre sus pequeños pies. “Dale, dale, dale”, alienta su madre. Eva intenta avanzar y se cae sentada. El pañal amortigua. Se vuelve a agarrar del sofá y hace fuerza para pararse una vez más. Mariana brilla.