Yo te creo hermana, comentado por Emilia Erbetta- RED/ACCIÓN

Yo te creo hermana, comentado por Emilia Erbetta

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Yo te creo hermana, comentado por Emilia Erbetta

Yo te creo hermana
Mariana Carbajal
Aguilar

Uno (mi comentario)

Leía a Mariana Carbajal en Página/12 mucho antes de saber que alguna vez yo también me iba a definir como periodista y feminista. Es que Mariana viene contando historias de mujeres, lesbianas, travestis y trans, de aborto, de discriminación sexista y de violencias machistas desde hace muchos, muchos años, cuando todavía los diarios no hablaban de “femicidio” sino de “crimen pasional”, algo que parece que cambió hace un montón, pero la verdad, no tanto. Yo te creo, hermana (Aguilar, 2019), su tercer libro, es una compilación de historias en primera persona. Son historias de machismo, de violencia sexual, de acoso y discriminación laboral, de maltrato psicológico y físico, de violencia institucional, pero también son historias de rebeldía y resistencia, de complicidad entre chicas, de sororidad entre presas y entre monjas y entre actrices.

Leer cada testimonio es darle play una voz distinta en nuestra cabeza. Algunas son voces temblorosas y otras están llenas de amor, de anhelo y de furia: una ingeniera naval a las que no dejan subir al barco que diseñó porque “las mujeres son yeta”, una militante ninguneada por sus compañeros, periodistas acosadas al aire, abogadas a las que mandaron a servir el café, mujeres pobres detenidas porque un hombre mató a sus hijos, otras presas por defenderse o por traficar pequeñas dosis de cocaína para alimentar a su familia, chicas que abortaron en la clandestinidad o que fueron acosadas y abusadas por un sacerdote, un amigo de la familia o un profesor y que después se juntaron para denunciar todas juntas.

Todos estos relatos son, como me dijo hace poco una amiga periodista, parte de un gran proceso que ya está en marcha: el de la construcción de una memoria feminista.  En ese sentido, leer Yo te creo, hermana es un poco como leer La guerra no tiene rostro de mujer, de la periodista bielorrusa y ganadora del Nóbel Svetlana Alexievich, que durante años entrevistó a ciento de mujeres que habían peleado en la Segunda Guerra Mundial pero eran invisibles en el relato oficial porque sus historias, simplemente, no eran tan importantes. Como Alexievich, Mariana Carbajal arma un relato coral y así intenta, en sus palabras, “esbozar una cartografía del patriarcado”: postales de un mundo que empieza, por fin, a resquebrajarse.

Dos (la selección)

“Históricamente, las mujeres, lesbianas, travestis y trans hemos sido atravesadas por micromachismos, situaciones de discriminación, maltrato, acoso o abuso sexual. Crecimos creyendo que por ser o parecer mujeres teníamos que soportar esas conductas, algunas de ellas delictivas, que los varones tenían ese derecho sobre nosotras, que era así. Vivencias silenciosas y silenciadas, naturalizadas, censuradas. O no escuchadas, porque muchas veces nuestros interlocutores, en su mayoría familiares, no quisieron creernos. Era más fácil ser cómplices de esas violencias inscriptas en nuestros cuerpos que levantar la voz para romper con aquellos privilegios masculinos”.

Tres

“Me costó treinta años de reflexión, de interpretación, poder reconocer aquellas situaciones a las que nos sometían en los centros clandestinos de detención por ser mujeres. ¿Qué habría pasado si yo hubiera sido consciente de que la atracción sexual que ejercíamos sobre los represores nos hubiera servido para sobrevivir? ¿Si yo hubiera podido despojarme de la idea de que si me acostaba con algunos de ellos era una puta? Si hubiera sido un hombre, con una mujer que lo tenía cautivo, habría sido un vivo bárbaro. Nosotras mismas tendíamos a pensar de otra compañera que era una puta. No lo hablábamos, pero sabíamos que fulana salía todas las noches o mengana era llamada tres veces por semana para ir a la oficina de tal. Se condenaba sin ser dicho.”

Cuatro

“Las primeras denuncias las hice en 2008. Cuatro veces lo denuncié, pero la Justicia nunca llegó a protegerme. Las dos primeras fueron archivadas. Recién en 2011 le dictaron la exclusión del hogar y le prohibieron acercarse, pero nunca cumplió las órdenes judiciales. Un día, un policía llegó a mi casa para notificarme las medidas cautelares, y como Armando no estaba, me dijo a mí que le comunicara que tenía que irse de la casa. ¡Yo le tenía que decir!, con el miedo que le tenía. No le dije.” (Nilda Beatriz Álvarez)

Cinco

“Tenía 25 años y trabajaba como desarrolladora en una empresa de casi sesenta personas. Era la única mujer en el área técnica y eso se notaba. Los comentarios sobre mi aspecto físico eran habituales. Qué buena que estaba, si llevaba pollera o vestido. Nunca escuché que comentaran cómo iba vestido uno de ellos. Un día me mandaron a cortar una torta por el solo hecho de ser mujer. También anulaban mis observaciones críticas diciendo que estaba con síndrome premenstrual, e incluso, ascendieron a un compañero con menor experiencia, menor tiempo en la empresa y menores calificaciones que yo, y a mí, no.”

Seis

“Estudié enfermería de grande. Comencé a los 37 años. Estaba terminando la carrera y ya había empezado a trabajar en un hospital. Hacía poco que había entrado y estaba en el quirófano, lavando los materiales, cuando viene el cirujano, se para detrás de mí, apoya sus manos sobre mis hombros, su pecho en mi espalda, y flexiona un poco sus rodillas, haciendo ese típico gesto... apoyándome. Yo reaccioné, me lo saqué de encima, enojada, y le pedí explicaciones.

   —No se deja la chiquita —respondió, burlándose.”

Siete

“Los que me dieron la droga me habían prometido que iban a hacerse cargo de mis hijos si algo salía mal. Nunca más aparecieron. Quedé presa en la cárcel de Ezeiza. A mi quinto hijo, una nena, lo tuve presa. Estuve en la unidad para madres con hijos pequeños. Un juez me denegó la prisión domiciliaria porque consideró que soy una mala madre por haberme tragado las cápsulas cuando estaba embarazada de tres meses. No me alcanzaban ni el tiempo ni la plata. Yo trabajaba en un taller de Costura de Castelar, once horas al día, y me pagaban ciento cincuenta pesos por semana.”

Emilia Erbetta nació en Bahía Blanca en 1984 y vive en Buenos hace 12 años. Es periodista freelance y escribe para Rolling Stone Argentina, Brando, Red/Acción y Cosecha Roja. También ha colaborado con Página/12, Inrockuptibles y el diario La Nación. Es docente en la escuela de periodismo TEA, donde se formó, y es parte de la editorial Rosa Iceberg.

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