El candente desafío ambiental de América Latina- RED/ACCIÓN

El candente desafío ambiental de América Latina

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La pandemia de COVID-19 ha afectado especialmente a América Latina, lo que dificulta aún más la búsqueda de una rápida descarbonización y resiliencia climática para la región. Pero si los formuladores de políticas pueden combinar las políticas climáticas con una agenda social más amplia, pueden comenzar a convertir los costos potenciales en beneficios a largo plazo.

Protestas por acción climática.

"Se abren tiempos de rebelión y cambio. Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre la conciencia". Las palabras del novelista uruguayo Eduardo Galeano son tan relevantes para Latinoamérica hoy como cuando las escribió, 50 años atrás.

En este momento hay que considerar las perspectivas de la región para gestionar el cambio climático en el contexto de la crisis de la COVID-19. La pandemia golpeó a los países latinoamericanos donde más duele, poniendo de relieve su histórica falta de inversión en los tipos de programas sociales necesarios para mejorar la situación de los pobres y proteger a las clases medias.

Incluso antes de los gigantescos costos que la pandemia trajo consigo, la región ya tenía una de las tasas de empleo informal más altas del mundo. La mayor parte de sus sistemas de atención sanitaria no contaban con fondos suficientes, como en Perú, que solo tenía cerca de 100 camas de terapia intensiva al principio de la pandemia (una cada 30 000 personas). Y cerca del 21 % de la población latinoamericana vivía en barriadas sin agua potable, cloacas, áreas verdes ni electricidad confiable, o con acceso limitado a ellas.

En medio de esta pandemia, la crisis del cambio climático siguió tan presente y peligrosa como siempre. Según el Banco Mundial, «cada año, en promedio, entre 150 000 y 2,1 millones de personas son empujadas hacia la pobreza extrema en la región debido a desastres [naturales]».

Que los países latinoamericanos puedan descarbonizar y generar resiliencia climática depende, en última instancia, de su capacidad para llevar adelante sus agendas sociales. Ambas cuestiones están —y siempre lo estuvieron— inextricablemente unidas. No es casual que el historial de logros climáticos de la región sea tan malo como sus antecedentes en términos de justicia social y económica.

Para lograr un desarrollo más sostenible y ocuparse de los daños causados por la pandemia no solo harán falta tiempo y recursos, sino también nuevos acuerdos sociales y políticos. Hay señales de que esos cambios ya están en marcha (o lo estarán pronto) en Cuba, Chile, Perú y Colombia.

Pero ahora el riesgo es que muchos de los paquetes fiscales implementados en respuesta a la pandemia perpetúen las prácticas intensivas en generación de dióxido de carbono. Muchos gobiernos, que aún no se recuperan de la crisis actual, no se están ocupando de la preparación para los efectos en el mediano y largo plazo que tendrá el cambio climático sobre las vidas y el sustento de sus ciudadanos.

En el índice Greenness of Stimulus Index de febrero de 2021, que evalúa las consecuencias medioambientales de las políticas de respuesta a la pandemia en el G20, todos los países latinoamericanos estudiados —Argentina, Brasil, Colombia y México— recibieron puntuaciones negativas. Pertenecen a la mayoría de países cuyos paquetes de recuperación carecen de «un foco explícito en el cambio climático y las metas ambientales», lo que garantiza que serán más perjudiciales que beneficiosos.

Brasil, por ejemplo, implementó medidas para regular el uso del suelo en el Amazonas, supuestamente en nombre del crecimiento económico. Las autoridades brasileñas relajaron las restricciones sobre la tala y la minería perjudiciales para el ambiente y redujeron los requisitos para obtener permisos para actividades de urbanización. El gobierno además está intentando que se apruebe legislación que permitiría a los agricultores que ocuparon tierras ilegalmente obtener títulos legales de propiedad si pueden demostrar que las convirtieron en «productivas». Y estas medidas se suman a otras que redujeron la supervisión en el Amazonas durante la pandemia, cuando se pidió a un tercio de los agentes de la ley que permanecieran en sus hogares.

Este año, en la Cumbre de Líderes por el Clima convocada por el presidente estadounidense Joe Biden, el presidente brasileño Jair Bolsonaro prometió eliminar la deforestación ilegal para 2030, pero las políticas de su gobierno llevan a Brasil en la dirección opuesta. Como informa el Instituto de Recursos Mundiales (WRI, por su sigla en inglés): «La pérdida primaria de bosques en Brasil aumentó el 25 % en 2020 respecto del año anterior».

Las políticas brasileñas actuales no solo son desastrosas para el clima sino también para la economía del país. Aunque se afirma que apoyarán el crecimiento y el ingreso, impondrán costos mucho mayores en el largo plazo a los brasileños. Un informe reciente de The New Climate Economy y WRI Brasil estima, como alternativa, que una respuesta más ecológica ante la COVID-19 —que incluiría inversiones en un modelo agrícola más sostenible— podría crear 2 millones de puestos de trabajo adicionales y aumentar el PBI brasileño en hasta USD 535 000 millones durante la próxima década. Las mismas políticas podrían ampliar la resiliencia de los recursos naturales brasileños y protegerlos de una mayor degradación, ayudando a evitar la «sabanización» permanente de sus selvas tropicales.

Mientras que Brasil se destaca por sus aportes ambientales negativos, Chile es un ejemplo de la manera en que los gobiernos latinoamericanos pueden usar la recuperación para avanzar en la agenda climática. Con su paquete Paso a Paso Chile se Recupera el gobierno comprometió el 30 % de sus fondos para la recuperación a inversiones en desarrollo sostenible, promoviendo tanto sus metas de reducción de emisiones como las de resiliencia climática.

Pero lo más importante es que el plan se centra principalmente en políticas e inversiones orientadas a solucionar las necesidades socioeconómicas de las comunidades locales. Con actividades que van desde ampliar el acceso al agua y mitigar la contaminación urbana hasta electrificar el transporte de autobuses y modernizar los edificios públicos, estos programas crearán nuevas oportunidades laborales y permitirán que una mayor parte del público participe para lograr una transición exitosa hacia una economía con bajas emisiones de dióxido de carbono.

Además, el plan chileno posiciona al sector energético como impulsor de la recuperación económica. Se estima que habrá inversiones por más de USD 5000 millones para construir 28 nuevas instalaciones de energías renovables, lo que creará 2000 puestos de trabajo adicionales.

Chile es ahora un posible líder climático para la región. Pero, a medida que avanza, los analistas del Consejo para la Defensa de los Recursos Naturales afirman que debe «garantizar que los beneficios se compartan equitativamente» y que «la infraestructura de energía no contaminante no genere impactos sociales y ambientales negativos». Si Chile logra ofrecer una «transición justa» para todas las comunidades a medida que «elimina gradualmente el uso del carbón», concluyen, «también ofrecerá importantes lecciones a sus vecinos».

Jorge Gastelumendi es director de Políticas Globales del Centro para la Resiliencia Adrienne Arsht-Rockefeller Foundation del gabinete estratégico Atlantic Council, y colíder de la Campaña Race to Resilience de los Defensores Climáticos de Alto Nivel de la COP26.

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