La enseñanza: una de las profesiones más nobles - RED/ACCIÓN

La enseñanza: una de las profesiones más nobles

 Una iniciativa de Dircoms + INFOMEDIA

La trascendencia de educadores inspiradores se pone de manifiesto a través de personajes ficticios como John Keating y Katherine Watson. Estos profesores ejemplares encarnan la perdurable influencia de la enseñanza al fomentar la independencia intelectual y cultivar el pensamiento crítico en los estudiantes, dejando una huella imborrable en el mundo educativo.

La enseñanza: una de las profesiones más nobles

Julia Roberts y Kirsten Dunst en un fotograma de La sonrisa de Mona Lisa. IMDB

Hay dos profesores de ficción que despiertan la admiración y el afecto de la mayoría de los cinéfilos.

Uno es el profesor John Keating, interpretado por un espléndido Robin Williams, protagonista de la película El club de los poetas muertos, dirigida por Peter Weir y estrenada en 1995.

Keating encarna valores y principios que sirven de base a su filosofía docente. Anima a sus alumnos a pensar por sí mismos y a desafiar el statu quo, a defender sus creencias y a abrazar su individualidad. Les inspira a liberarse de las expectativas sociales y a perseguir sus pasiones y sueños. Les inculca el amor por las humanidades, la literatura y la poesía, y promueve el pensamiento crítico y la curiosidad intelectual. De hecho, Keating cree en el poder transformador de la educación y lo persigue, como hacen los buenos educadores. Por desgracia, esta historia no acaba bien: se enfrenta, y pierde, ante la rigidez de las convenciones.

Diversidad e inspiración

Otra inspiradora educadora de ficción es Katherine Watson, interpretada por Julia Roberts en la película La sonrisa de Mona Lisa (2003), dirigida por Mike Newell.

En 1953, Watson es la nueva profesora de Historia en el prestigioso Wellesley College. Es una intelectual progresista y feminista que desafía los roles tradicionales de género y anima a sus alumnas a pensar más allá de las normas sociales.

En sus clases, fomenta el sentido de la creatividad y la expresión artística, valora la diversidad de pensamiento y procedencia, e inspira a sus estudiantes a que aprendan sobre diferentes culturas y amplíen sus horizontes. Les reta a desarrollar sus propias ideas y opiniones en lugar de limitarse a aceptar los papeles tradicionales prescritos para las mujeres.

Escena de la película La sonrisa de Mona Lisa (2003). Fuente: Binge Society, YouTube.

Décadas después, todavía se necesitan muchas Watson en el mundo de la educación que puedan inspirar a las estudiantes en, por ejemplo, el campo de la gestión, las CTIM o la filosofía.

Fuente de inspiración

Los profesores tenemos la apasionante tarea de animar a nuestros alumnos a desarrollar todo su potencial, cualquiera que sea. Es similar a lo que Miguel Ángel creía de su trabajo: que, como escultor, liberaba las formas que ya estaban dentro de la piedra. Nuestro trabajo puede interpretarse de forma similar: ayudamos a liberar las capacidades de los alumnos. Por eso asocio estrechamente la enseñanza con la tutoría.

Muchos guardamos gratos recuerdos de aquellos profesores que, echando la vista atrás, vemos cómo influyeron en nuestra personalidad, inspiraron nuestra forma de entender el mundo y nos transmitieron ideas que nos ayudaron a desarrollar nuestras virtudes cívicas personales. Esos fueron nuestros auténticos mentores. Yo mismo guardo vivos recuerdos de mis profesores de Literatura y Filosofía del colegio, de algunos profesores de la universidad y de mis tutores de doctorado.

Esos recuerdos suelen ir acompañados de su imagen sonriente. A primera vista, esa sonrisa puede no ser más que una anécdota agradable, pero sonreír mientras se enseña es una buena práctica y, además, el uso del humor es un ingrediente excelente en la educación.

Enseñar y aprender

Los profesores aprendemos de nuestros alumnos. A veces tanto o más que ellos de nosotros. El aprendizaje inverso es una faceta inestimable y muy agradable de la enseñanza. De hecho, los que trabajamos en la enseñanza podemos decir que vivimos dos veces: vivimos nuestra propia vida y vivimos los sueños de los alumnos a los que hemos conocido, y a los que esperamos haber ayudado con nuestra orientación y enseñanzas.

A veces se siente muy pronto la llamada al mundo académico, como me ocurrió a mí. Me siento enormemente afortunado por haber podido dedicar mi vida a la enseñanza. Es una vocación con la que me identifiqué siendo aún muy joven, cuando impartía clases a mis inflexibles hermanos pequeños.

En cualquier caso, la enseñanza implica una disposición y, con frecuencia, una pasión tanto por el desarrollo como por la transmisión del conocimiento. Ambas facetas, la generación y la difusión de ideas, son valiosas por sí mismas e inevitablemente interdependientes. De hecho, tanto la investigación como la docencia son consustanciales a la carrera académica y cuando me encuentro con un académico que desprecia o abandona cualquiera de las dos, siento que estoy ante un académico tambaleante.

La enseñanza y la interacción con los estudiantes brindan una oportunidad única de poner a prueba la validez de los conocimientos. Esto me queda patente en mis cursos anuales de estrategia empresarial, que imparto a alumnos del Global MBA. En lo que respecta a la educación en gestión, he descubierto que la interacción con los estudiantes (algunos de ellos directivos con más de 10 años de experiencia) es especialmente importante, ya que su comportamiento y sus experiencias son el objeto real de la investigación en gestión. ¿Existe realmente otra forma de desarrollar la investigación empresarial que no sea tratando directamente con los principales interesados en las empresas?

La emoción de enseñar

Si la investigación y la docencia son dos actividades esenciales y satisfactorias de la carrera académica, ¿por qué los doctorados en programas de gestión de la mayoría de las escuelas de negocios se centran principalmente –si no exclusivamente– en el desarrollo de habilidades de investigación? De hecho, la reducción de los programas de doctorado a la formación de habilidades investigadoras es un un asunto cuestionado en diferentes informes a lo largo de los últimos años.

Porque, aunque parezca obvio, merece ser subrayado: la tarea más dignificante y gratificante que podemos realizar los educadores es trabajar con los estudiantes dentro del proceso de aprendizaje, especialmente a través de la docencia en clase.

La enseñanza de la gestión requiere un tipo especial de académico, un profesional capaz de combinar muchas facetas diferentes: desde una sólida formación investigadora hasta una actuación eficaz en clase y el trato con altos directivos. Las escuelas de negocios no sólo necesitan gurús, sabios que originan nuevos pensamientos, sino también kangurus, académicos capaces de saltar de sus tareas de investigación a la docencia, y de ahí a la consultoría o a dar una entrevista a algún medio. Los kangurus no nacen, se preparan para serlo. Normalmente se requiere una amplia trayectoria profesional para explotar las sinergias necesarias entre esas actividades diferentes, aparentemente contradictorias pero en realidad entrelazadas.

No quiero decir que para el ejercicio profesional de la academia no sean necesarias otras actividades académicas (investigación, divulgación). Pero la acción física, mental y emocional de la enseñanza es fundamental. Por eso resulta sorprendente que a veces los académicos pierdan de vista la enseñanza.

Educar y conocer

La educación deriva del término latino educare, que significa preocuparse por nuestros alumnos, conocer sus necesidades, sus inquietudes, sus aspiraciones y su entorno. A veces pensamos que los mejores profesores son oradores estelares y carismáticos. La realidad es que los profesores más influyentes son los que se preocupan por sus alumnos y les ayudan en su proceso de transformación en mejores profesionales, buenos ciudadanos e individuos íntegros. Para ello es necesario, claro está, que el profesor tenga una sólida preparación en su propio campo y maneje las destrezas docentes básicas, incluida la comunicación eficaz.

Hay muchas formas de aprender. Frente a las fórmulas educativas tradicionales, uniformes y estandarizadas, la ventaja de las tecnologías –incluida la IA– es que facilitan tanto la personalización del aprendizaje como el acceso a una cantidad casi infinita de conocimientos e información.

Uno de los principales retos para los educadores y sus instituciones es, precisamente, dicha personalización: cómo adaptarlo a cada alumno y a sus necesidades para ayudarle en su desarrollo según sus talentos específicos. La tecnología es una bendición para los profesores y no una amenaza. Y la mayoría de los que han utilizado la tecnología en el proceso de aprendizaje se dan cuenta de sus muchas ventajas.

Evaluar el progreso de los alumnos es parte esencial de la enseñanza. El análisis de datos –mediante las nuevas e innovadoras herramientas tecnológicas disponibles– ha demostrado ser extremadamente útil en este sentido. No obstante, la medición de los resultados de la educación no puede reducirse a una lista de indicadores de aprendizaje. La educación es una actividad continua y permanente difícilmente cuantificable y comparable.

Humanidades y ciencias

Creo que el conocimiento de las humanidades consolida el resto de las disciplinas académicas y que todos los profesores, independientemente de su orientación docente e investigadora, harían bien en inculcar a sus alumnos el gusto por la historia, la literatura y el arte.

Desde la fundación de las primeras universidades las humanidades han sido la base para la práctica de las virtudes cívicas (las acciones en pos del beneficio público). También han servido para ampliar el conocimiento del mundo y el respeto a los otros.

Enseñar es, esencialmente, tutelar a nuestros alumnos y fomentar el desarrollo de todo su potencial. Mi cita favorita, atribuida sin certezas al poeta irlandés William Butler Yeats, es:

“La educación no es llenar un cubo, sino encender un fuego”.


Una versión de este artículo fue publicada originalmente en inglés en LinkedIn.

Santiago Iñiguez de Onzoño, Presidente IE University, IE University

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.