¿Qué pasaría si pudiéramos recordarlo absolutamente todo? - RED/ACCIÓN

¿Qué pasaría si pudiéramos recordarlo absolutamente todo?

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Tener más memoria no significa necesariamente que esta sea mejor, ni tampoco que seamos más inteligentes. La memoria no es reproductiva sino reconstructiva, abstraemos para encontrar la esencia del mensaje.

¿Qué pasaría si pudiéramos recordarlo absolutamente todo?

Crédito: StunningArt/Shutterstock.

Recordarlo absolutamente todo sería fabuloso, ¿a qué sí? Funes, el memorioso, quizás no opinara lo mismo. Con 19 años se golpeó con fuerza la cabeza montando a caballo y, cuando recobró el sentido, se percató de que había adquirido el increíble talento (o quizás maldición) de acordarse de todo lo que percibía.

“Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Sin embargo, Funes no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”.

Solomón, el memorioso

En realidad, Funes nunca existió. Al menos, fuera de la prodigiosa mente del escritor argentino Jorge Luis Borges y del relato corto Funes el memorioso, publicado en 1942.

Pero, por extraordinario que pueda parecer, sí ha habido alguien real muy parecido. Nos referimos a Solomón Shereshevski, mnemonista profesional ruso que vivió en la primera mitad del siglo XX en Moscú y que fue estudiado por el neuropsicólogo Alexander R. Luria. Su libro La mente de un mnemonista (1968) describe exhaustivamente este caso y es una joya de la literatura científica.

Shereshevski podía recordar con precisión largas series de letras, números y palabras que solo le eran mostradas una vez, incluso décadas después ¡y sin error alguno! La memoria de Solomón podría describirse como “fotográfica”, puesto que cada cosa que veía, leía o escuchaba se transformaba en un recuerdo que percibía con total claridad con su “ojo” de la mente, como si lo estuviera viendo de verdad.

Además, realizaba copias de la información en formatos sensoriales distintos del original, un fenómeno que se conoce como sinestesia. El propio Solomón describía cómo recordaba las listas de palabras:

“Habitualmente siento el gusto y el peso de la palabra… y ya no tengo nada que hacer, se recuerda por sí sola. Siento que me resbala por la mano algo mantecoso, hecho de numerosos puntos muy muy ligeros, que me producen un leve cosquilleo en la mano izquierda y ya no necesito más”.

Sin embargo, Solomón tenía una acusada incapacidad para extraer el significado de textos largos, para comprender los dobles sentidos de la poesía, los chistes o los refranes e, incluso, para hacer razonamientos lógicos y matemáticos. Más extraordinario aún, a Shereshevski le costaba recordar las caras y las voces de otras personas.

Una conclusión podemos derivar de este caso: una memoria superlativa no parece implicar ni una mayor inteligencia ni una mejor capacidad de razonamiento lógico o abstracto. William James, uno de los padres de la psicología contemporánea, ya lo había apuntado a finales del siglo XIX: “Si recordáramos todo, estaríamos la mayoría de las veces tan incapacitados como si no recordáramos nada… El resultado paradójico es que una condición para recordar es que debemos olvidar”.

Una enciclopedia de remordimientos

Otro conocido caso parece apoyar la idea de que una mayor capacidad de memoria no conlleva necesariamente una mejor memoria.

Nacida en 1965, Jill Price es una norteamericana que puede recordar, con todo lujo de detalles y con la misma intensidad emocional que la primera vez, todo aquello que le ha ocurrido en su vida. Esta condición se conoce como hipertimesia y supone una memoria autobiográfica exacerbada, que llega a ser disfuncional y patológica.

El problema principal es que Jill no controla el acceso a esos recuerdos, sino que la avasallan cuando se encuentra con una fecha o con otros recuerdos vinculados. “La mayoría de la gente lo considera una bendición, pero yo lo llamo carga”, explica. “Cada día repaso mi vida entera en mi cabeza y me está volviendo loca”.

Es incluso capaz de recordar cada una de las veces en que su madre le dijo que estaba engordando durante la adolescencia, con el mismo peso emocional que sintió entonces. Su memoria se ha convertido en una enciclopedia de remordimientos que la acosa sin tregua.

El caso de Jill Price ha sido exhaustivamente investigado por la disciplina de la neuropsicología y ella misma ha escrito un libro relatando su historia. Los test de inteligencia revelan que tiene una capacidad intelectual normal, aunque se detectan algunas carencias en el pensamiento abstracto y otras funciones ejecutivas.

Como podemos comprobar, una memoria sin límites no nos hace ni más inteligentes ni, por desgracia, más felices. Se suele decir que el tiempo lo cura todo, pero en el caso de Jill Price, los malos momentos de su vida están siempre vivos en su cabeza.

Los campeones mundiales de la memoria

Un caso muy diferente es el de los mnemonistas profesionales, aquellas personas que memorizan largas listas de números, palabras o fechas a una velocidad de vértigo en los “campeonatos de memoria”.

Pues bien, aunque parezca sorprendente, la mayoría de estos “prodigios” no tienen una memoria cualitativamente diferente a la de cualquiera de nosotros. En realidad, alcanzan su extraordinario rendimiento memorístico a base de entrenar varias horas al día durante años.

Es muy ilustrativo el relato de Joshua Foer, periodista seducido por el tema al realizar un reportaje y que, un año después, se proclamó ganador del campeonato de memoria de Estados Unidos de 2006. ¿Cuál fue su secreto? El entrenamiento masivo en reglas mnemotécnicas, como describe en su entretenido libro Los desafíos de la memoria.

Lo curioso es que, aparte de la información específica para la que se entrenan, estos profesionales cometen los mismos errores memorísticos que el resto de los mortales. Olvidan dónde dejaron aparcado el coche o el cumpleaños de un amigo como cualquier otra persona. En realidad, los casos de genuina memoria fotográfica son tan extraordinarios que no suponen un fenómeno estadísticamente relevante en la población.

Acuérdense de olvidar

Retomamos el interrogante del comienzo: ¿qué pasaría si pudiéramos recordarlo absolutamente todo? La pregunta es interesante porque nos permite cuestionarnos la naturaleza misma de este proceso mental tan importante en nuestra vida.

La memoria no es un registro preciso y mucho menos literal de la realidad, ni tampoco un archivo histórico del pasado. No es reproductiva sino reconstructiva: abstrae, resume, esquematiza, construye y generaliza desde el momento de la adquisición de la información.

Tan pronto como leemos o escuchamos un texto, olvidamos gran parte de las palabras concretas que se utilizaron. Así destilamos la esencia del mensaje, lo nuclear, lo simbólico, la molla. La memoria se desliga de los detalles, se hace abstracta, se convierte en semántica desde el mismo inicio de su trabajo. Esta es la forma en la que una memoria sana y funcional se adapta a las demandas de un entorno cambiante.

La memoria fotográfica, en los escasísimos casos descritos por la ciencia, puede considerarse una aberración, por exceso, de la memoria. O mejor dicho, una aberración del olvido. Porque este, a pesar de su mala prensa, es tan necesario como el recuerdo para permitir que la memoria use de manera adaptativa la información del pasado con el fin de vivir el presente y anticipar el futuro.

Así que ya saben: nunca olviden acordarse de olvidar.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.