El trepidante ritmo de vida de las ciudades nos está alejando de la cocina de nuestros ancestros, la dieta mediterránea. La falta de tiempo nos lleva a consumir comida rápida y productos precocinados con mayor frecuencia. Por tanto, nuestros hábitos alimenticios son cada vez menos saludables. Estos cambios nos afectan negativamente, facilitando el desarrollo de enfermedades metabólicas.
La obesidad y la diabetes son dos ejemplos muy claros de estas patologías. Su incidencia no para de crecer en las sociedades occidentales. De hecho, el número de casos a nivel mundial se ha triplicado en los últimos 30 años. Se estima que actualmente hay 711 millones de personas obesas y 422 millones de pacientes con diabetes.
Obesidad, diabetes y alzhéimer
La obesidad se define como un aumento excesivo de grasa corporal. Por su parte, la diabetes es una enfermedad asociada a altos niveles de azúcar en sangre. Cuando el páncreas no es capaz de producir insulina (la hormona que controla la cantidad de glucosa en sangre) se denomina diabetes de tipo 1.
La diabetes de tipo 2 suele aparecer en pacientes con sobrepeso u obesidad y está relacionada con el tipo de dieta. Aunque estas personas sí producen insulina, su cuerpo se ha vuelto resistente a ella y es incapaz de usarla correctamente. En cualquier caso, el exceso de azúcar y de grasas en nuestro cuerpo resulta perjudicial para la salud.
Ambas enfermedades son factores de riesgo de patologías cardiovasculares o neurodegenerativas. De hecho, hoy en día sabemos que la obesidad y la diabetes duplican la probabilidad de padecer alzhéimer.
Esta enfermedad se caracteriza por el acúmulo de proteínas en el cerebro, la muerte neuronal y una pérdida progresiva de memoria. Finalmente, la persona pierde su identidad y depende totalmente de sus cuidadores.
Ya en los años 90, estudios liderados por la Dra. De la Monte describieron que muchos cambios patológicos en el cerebro de pacientes con alzhéimer eran similares a los de personas obesas o diabéticas.
Estas patologías comparten la resistencia a la insulina, la intolerancia a la glucosa y daños celulares asociados a radicales libres. Por este motivo, el término diabetes tipo 3 también se emplea para definir este tipo de demencia.
El impacto de la microbiota en la salud
Otro factor que parece estar relacionado con estas enfermedades son los cambios en la microbiota. Es decir, en la comunidad de microbios que reside en nuestro organismo.
Y es que, en los últimos años, el concepto que nos define como seres vivos ha cambiado: se estima que los microorganismos que albergamos en nuestro cuerpo constituyen aproximadamente la mitad de nuestras células.
Pocas dudas quedan ya sobre la importancia de la flora intestinal para un envejecimiento saludable. Estos microbios producen muchas sustancias beneficiosas que llegan a nuestro cerebro a través de la sangre. Por ejemplo, neurotransmisores necesarios para la comunicación entre neuronas, como serotonina y dopamina.
La microbiota “buena” también libera vitaminas y ácidos grasos con funciones neuroprotectoras, como el butirato. De hecho, en la última década se está demostrando la importancia del eje intestino-microbiota-cerebro para el correcto funcionamiento de nuestro órgano pensante.
¿Qué relación existe entre la dieta y la microbiota?
Curiosamente, la microbiota de cada individuo es única, como una huella dactilar. En los adultos, esta comunidad es relativamente estable, aunque su composición y actividad pueden variar con la edad, la dieta o el nivel de ejercicio físico, entre otros factores.
Es importante destacar que tanto las enfermedades metabólicas como una alimentación rica en azúcares y grasas saturadas pueden modificar la composición de la flora intestinal en relativamente poco tiempo.
Esta alteración nociva de las especies que componen la microbiota se conoce como disbiosis. Además, cada vez son más los estudios que relacionan la disbiosis con el alzhéimer y otras enfermedades del sistema nervioso central.
Y no es un tema para tomarse a la ligera. El número de enfermos de alzhéimer rondará los 150 millones de personas para el año 2050. Mientras, la obesidad y la diabetes acaban con la vida de más de 4 millones de personas cada año en nuestro planeta. En España, la cifra se encuentra en torno a 10 000 personas cada año. Por tanto, se trata de un problema social de gran calado y supone un importante sobrecoste para nuestro sistema sanitario.
Para rizar el rizo, parece ser que los nuevos vecinos microbianos intentarían mantener un ambiente que les favorezca, aunque este sea perjudicial para el individuo. Por ejemplo, se ha demostrado que el transplante de flora intestinal procedente de personas obesas provoca obesidad en los animales receptores.
Si bien los estudios indican que algunos cambios concretos en la microbiota son perjudiciales, también sugieren que habría varias mezclas de microbios adecuadas al perfil de cada persona. Lo que sí parece evidente es la conexión entre los malos hábitos alimentarios, las enfermedades metabólicas y un envejecimiento cerebral acelerado.
En este sentido, la pandemia se puede volver un gran enemigo. En algunos casos, la ansiedad y el estrés por el confinamiento han contribuido a un aumento en el consumo de productos azucarados e hipercalóricos. La reducción de la movilidad, el teletrabajo y menos actividad física han sido otros de los ingredientes añadidos a este cóctel.
Por supuesto, no se trata de olvidarnos de nuestros platos preferidos, ni de convertir las comidas familiares en una sucesión de ensaladas. La solución más bien pasa por abandonar el sedentarismo, e incorporar en nuestra rutina diaria una dieta basada en alimentos frescos. Y si son ricos en fibra como frutas, verduras y legumbres, nuestra microbiota y nuestro cerebro nos lo agradecerán.
David Baglietto Vargas es investigado del Centro de Investigación Biomédica en Red en Enfermedades Neurodegenerativas (CIBERNED) y del Instituto de Investigación Biomédica de Málaga (IBIMA), Universidad de Málaga
Raquel Sánchez Varo es profesora Ayudante Doctor del Área de Histología de la Facultad de Medicina.
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