El fin de las políticas económicas sin costo- RED/ACCIÓN

El fin de las políticas económicas sin costo

 Una iniciativa de Dircoms + RED/ACCION

Desde la crisis financiera mundial, y en particular durante la pandemia de COVID-19, los responsables de la política fiscal y monetaria han operado como si no hubiera concesiones en sus programas de políticas expansivas. Ahora que las condiciones económicas han cambiado, es posible que pronto tengan que volver a aprender viejas lecciones de la manera más difícil.

El fin de las políticas económicas sin costo

AFP

Las políticas económicas inteligentes siempre exigen un poco de sufrimiento hoy para estar mejor en el futuro, pero esta propuesta es difícil en términos políticos, especialmente en las democracias. Siempre resulta más fácil para los líderes electos consentir a sus votantes inmediatamente y cruzar los dedos para que no les llegue la cuenta mientras ocupan el cargo. Además, quienes sufren los costos de una política no necesariamente son sus beneficiarios.

Por eso las economías actualmente más avanzadas crearon mecanismos que les permiten tomar decisiones difíciles cuando hace falta: entre los principales están la independencia de los bancos centrales y los límites obligatorios a los déficits presupuestarios. Es destacable que, para ello, los partidos políticos lograron un consenso para establecer y respetar esos mecanismos, independientemente de sus propias prioridades políticas inmediatas. Uno de los motivos por los que muchos mercados emergentes saltan de una crisis a otra es que no alcanzaron ese consenso, pero la historia reciente muestra que también las economías avanzadas toleran cada vez menos los esfuerzos, tal vez porque se fue desgastando su propio consenso político.

Nuevamente hay volatilidad en los mercados financieros por temor a que la Reserva Federal de EE. UU. tenga que ajustar significativamente su política monetaria para controlar la inflación, pero muchos inversores aún esperan que la Fed se lo tome con calma si los precios de los activos comienzan a caer sustancialmente. Si la Fed les da la razón, será mucho más difícil normalizar la situación financiera en el futuro.

Los inversores tienen en qué basar su esperanza de que la Fed estire la fiesta. A fines de 1996, Alan Greenspan, por entonces presidente de la Fed, advirtió sobre la «exuberancia irracional» de los mercados financieros, pero los mercados desestimaron la advertencia y la historia les dio la razón. Tal vez escarmentada por la dura reacción política contra el discurso de Greenspan, la Fed no hizo nada. Y cuando la Bolsa de Valores finalmente se desplomó en 2000, la Fed recortó las tasas para garantizar que la recesión fuera suave.

En un testimonio frente al Comité Económico Mixto el año anterior, Greenspan sostuvo que, aunque la Fed no podría evitar «la inevitable resaca económica» que generaría el excesivo precio de los activos, sí sería capaz de «mitigar las secuelas cuando eso ocurriera y, con suerte, facilitar una transición más suave hacia la siguiente expansión». La Fed garantizó entonces a los operadores bursátiles y banqueros que si apostaban colectivamente a favor de activos similares no limitaría las ganancias, pero sí las pérdidas si la apuesta no funcionaba. Las intervenciones posteriores de la Fed consolidaron esas ideas y llevaron a que le resulte más difícil controlar a los mercados financieros con cambios modestos. Y ahora que puede ser necesario un ajuste mucho mayor —y, con él, más sufrimiento—, tal vez resulte más difícil alcanzar el consenso necesario.

La política fiscal también es culpable de promover medidas económicas supuestamente indoloras. La mayor parte de la gente acepta que la pandemia creó la necesidad de gastos específicos (mediante beneficios generosos y prolongados para los desempleados, por ejemplo) para proteger a los hogares más golpeados. Pero, al final, los gastos no fueron para nada específicos. El Congreso de EE. UU. aprobó leyes para ofrecerle algo a todo el mundo, con un costo de varios billones de dólares.

El Programa de Protección de Pago (PPP), por ejemplo, otorgó subsidios por 800 000 millones de dólares (reales) a pequeñas empresas de todo tipo. Un nuevo estudio de David Autor y sus colegas del MIT estima que el programa ayudó a proteger entre 2 y 3 millones de años de empleo durante 14 meses, con el estupendo costo de entre 170 000 y 257 000 dólares por año de empleo. Lo peor es que solo entre el 23 y el 34 % de ese dinero fue directamente a trabajadores que de otra forma hubieran perdido sus empleos. El resto quedó en los bolsillos de acreedores, empresarios y accionistas. En total, se estima que tres cuartos de los beneficios del PPP fueron a las arcas de quienes ocupan el 20 % superior en la pirámide de ingresos.

Por supuesto, es probable que el programa haya salvado a algunas empresas que de otra manera hubieran colapsado. Pero, ¿a qué costo? Aunque los capitalistas prevén beneficios, también aceptan potenciales fracasos. Además, muchas pequeñas empresas son diminutas y carecen de un gran capital organizacional. Si una pequeña panadería tenía que cerrar, las consecuencias económicas hubieran quedado mitigadas por el aumento del seguro de desempleo (y si tenía una clientela leal, podía recomenzar después de la pandemia, tal vez con un poco de ayuda de un banco).

El comentario habitual es que el gasto irrestricto se debió a la sensación de que una situación sin precedentes requería medidas sin precedentes. De hecho, fue la respuesta a la crisis financiera mundial de 2008 la que quebró el consenso previo a favor de políticas más prudentes. El prolongado resentimiento del público que entendía que se ayudó más a Wall Street que a las empresas tradicionales motivó a los políticos de los dos partidos principales a gastar con abandono cuando llegó la pandemia. Pero los beneficios específicos por desempleo estuvieron asociados a los demócratas y los republicanos tuvieron que salir a buscar algo que ofrecer a sus votantes. ¿Qué mejor que apoyar a las pequeñas empresas?

Mientras las fracturas políticas impulsaban los gastos genéricos, quienes preferían limitar el presupuesto habían desaparecido: los economistas ahogaron continuamente sus voces. Además de los maniáticos que periódicamente aparecen para promover regalos aparentemente gratuitos (financiados con emisión monetaria), un creciente coro de economistas de la línea dominante venía sosteniendo que las tasas de interés bajas existentes permitían a los países desarrollados un margen de maniobra mucho mayor para ampliar sus déficits fiscales. Los políticos, ansiosos por justificar sus políticas, ignoraron las salvedades que mencionaban: el gasto tenía que ser sensato y las tasas de interés debían mantenerse en niveles bajos. Solo importó el mensaje principal y quien hubiera sugerido lo contrario era tildado de fanático masoquista.

Históricamente fue responsabilidad de la Fed llevarse la bebida antes de que la fiesta se descontrole —y la del Congreso, ser prudente en cuanto a los déficits fiscales y la deuda—, pero el deseo de la Fed de evitarle sufrimientos al mercado aumentó el apetito por el riesgo y reforzó las expectativas de mayores intervenciones. Las acciones de la Fed también sumaron a la presión sobre el Congreso para ayudar a las empresas tradicionales, que a su vez condujo a la inflación y a la idea de que la Fed dará marcha atrás con la suba de tasas.

Por todo esto el retorno al consenso previo resulta más difícil. Cuando la Fed aumente las tasas significativamente, los costos para el gobierno por el servicio de la deuda por los gastos anteriores limitarán los gastos futuros, entre ellos, para políticas que reduzcan la desigualdad (que fomentó la fragmentación política), combatir emergencias futuras y hacer frente al cambio climático.

Todas las economías tienen una reserva limitada de credibilidad política y recursos. Es mejor usarlos para mitigar dificultades económicas genuinas que para proteger a quienes pueden afrontar un poco de sufrimiento. Si todos quieren regalos, la cuenta le llegará finalmente a quienes menos capaces sean de pagarla. Las economías de los mercados emergentes tuvieron que aprender esto por las malas… es posible que los países desarrollados tengan que volver a aprenderlo.

Raghuram G. Rajan, exdirector del Banco de la Reserva de la India, es profesor de Finanzas en la Escuela de Negocios Booth de la Universidad de Chicago. Su último libro es The Third Pillar: How Markets and the State Leave the Community Behind [El tercer pilar: cómo se olvidan los mercados y el estado de la comunidad] (Penguin, 2020).

© Project Syndicate 1995–2021.