El peligro de la historia única, comentado por Gabriela Cabezón Cámara- RED/ACCIÓN

El peligro de la historia única, comentado por Gabriela Cabezón Cámara

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El peligro de la historia única, comentado por Gabriela Cabezón Cámara

El peligro de la historia única
Chimamanda Ngozi Adichie
Random House

Selección y comentario por Gabriela Cabezón Cámara, escritora. Nació en la provincia de Buenos Aires en 1968. Ha publicado, entre otros, La Virgen Cabeza, Le viste la cara a Dios, Romance de la Negra Rubia y Las aventuras de la China Iron.

Uno (mi comentario)

Chimamanda Ngozi Adichie es una escritora nigeriana muy afamada en Occidente, parte de una generación súper potente de mujeres de su continente. En este librito, breve y ameno, con un discurso directo y claro, que no está dirigido a un público especializado en humanidades, cuenta algo que no por obvio es por todos conocido: la historia la escriben los que ganan. Desde el Renacimiento más o menos, cuando Europa tuvo el excedente suficiente para invertir en barcos y salir a la conquista, la historia la cuentan ellos, los occidentales del hemisferio norte. Y nos la creemos todos.

La misma Chimamanda se sorprende a sí misma cuando viaja a México y no se encuentra con lo que espera, el “abyecto inmigrante” que le habían vendido los medios de Estados Unidos, sino gente que vive, crea, se divierte, trabaja, ama y muerte como todos. Africa es, para casi todos nosotros, un relato europeo, un relato de sus colonizadores y explotadores: los africanos son unos salvajes que se viven matando por luchas tribales incomprensibles; necesitan que el hombre blanco intervenga y los salve es, más o menos, lo que nos cuentan. Sirve, claro, para justificar una intervención que nada tiene de humanitaria, al contrario: está en la raíz de las guerras africanas. El relato sirve para justificar lo que es sólo expolio por la fuerza. Los latinoamericanos lo sabemos bien, a nosotros también nos han contado así. Por eso es tan necesario leer este librito. Y tan necesario contarnos nosotros mismos, escribirnos nosotros, y no permitir que esa tarea sea exclusivamente de los otros, los poderosos. Leamos y escribamos, que en eso también se nos juegan la vida y la posibilidad de algo más parecido a la justicia para nosotros y para los que nos siguen.

Dos (la selección)

Así que, después de unos años como africana en Estados Unidos, empecé a comprender la actitud de mi compañera. Si no me hubiese criado en Nigeria, y lo único que supiese de África proviniese de las imágenes populares, yo también pensaría que es un lugar de bellos paisajes, magníficos animales y gentes incomprensibles enfrascadas en guerras sin sentido, víctimas de la pobreza y el sida, incapaces de hablar por sí mismos y que viven a la espera de ser salvados por un extranjero blanco y bueno. Vería a los africanos igual que, de niña, veía a la familia de Fide.

Tres

La historia única de África en última instancia proviene, pienso yo, de la literatura occidental. He aquí una cita de los escritos de un mercader londinense llamado John Lok, que navegó al África occidental en 1561 y escribió un fascinante relato del viaje. Después de llamar a los africanos negros «bestias sin hogar», escribe: «También hay gente sin cabeza, con la boca y los ojos en el pecho».

Bueno, me río cada vez que lo leo. Y hay que admirar la imaginación de John Lok. Pero lo importante de lo que escribe es que representa el comienzo de una tradición de contar cuentos africanos en Occidente: una tradición del África subsahariana como un lugar de negativos, diferencias, oscuridades, de gente que, en palabras del maravilloso poeta Rudyard Kipling, son «mitad demonio, mitad niño».

Cuatro

Y, por consiguiente, empecé a comprender que a lo largo de su vida mi compañera de habitación estadounidense había visto y escuchado diferentes versiones de esa historia única, igual que un profesor que una vez me dijo que mi novela no era «auténticamente africana». Yo estaba dispuesta a aceptar que la novela tenía toda una serie de errores, que había fracasado en diversos puntos, pero no se me había ocurrido pensar que no había conseguido alcanzar algo llamado «autenticidad africana». De hecho, no sabía lo que era la autenticidad africana. El profesor me explicó que mis personajes se parecían demasiado a él, un hombre de clase media y buena educación. Mis personajes conducían automóviles. No se morían de hambre. Por tanto, no eran auténticos africanos.

Cinco

Debería apresurarme a añadir que, en lo tocante al relato único, soy igual de culpable. Hace unos años visité México. En ese momento en Estados Unidos reinaba un clima político tenso y se discutía mucho sobre inmigración. Y, como suele ocurrir en Estados Unidos, inmigración se convirtió en sinónimo de mexicanos tan inmersa en la cobertura mediática de los mexicanos que, en mi cabeza, se habían convertido en una sola cosa: el abyecto inmigrante. Había aceptado el relato único sobre los mexicanos, y no podía sentirme más avergonzada.

Seis

Así es como se crea una historia única, se muestra a un pueblo solo como una cosa, una única cosa, una y otra vez, y al final lo conviertes en eso.

Siete

Es imposible hablar de relato único sin hablar de poder. Existe una palabra, una palabra igbo, que me viene siempre a la cabeza cuando pienso en las estructuras de poder del mundo: nkali. Es un nombre que podría traducirse por «ser más grande que otro». Igual que en el mundo político y económico, las historias también se definen por el principio de nkali: la manera en que se cuentan, quién las cuenta, cuándo las cuenta, cuántas se cuentan… todo ello en realidad depende del poder.

Poder es la capacidad no solo de contar la historia de otra persona, sino de convertirla en la historia definitiva de dicha persona. El poeta palestino Mourid Barghouti escribe que, si quieres desposeer a un pueblo, la forma más simple de conseguirlo es contar su historia.

Recientemente di una charla universitaria durante la cual un estudiante se lamentó de que los hombres nigerianos fueran unos maltratadores como el personaje del padre en mi novela. Repliqué que acababa de leerme una novela titulada American Psycho y lamentaba muchísimo que los jóvenes estadounidenses fueran asesinos en serie.


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