Las mejores escenas eróticas de la literatura (y también algunas de las peores)- RED/ACCIÓN

Las mejores escenas eróticas de la literatura (y también algunas de las peores)

 Una iniciativa de Dircoms + RED/ACCION

Jonathan Franzen cree que el sexo en los libros es peligrosísimo porque tiene el poder de romper la hermosa burbuja que la ficción logra construir. Además: tres preguntas a Claudia Piñeiro.

Las mejores escenas eróticas de la literatura (y también algunas de las peores)

¡Hola! Las fantasías sexuales, decía alguien, están sometidas a extrañas presiones evolutivas. Si no funcionan, o si no se mutan, no sobreviven (igual que los virus). Qué mejor momento que esta cuarentena para abrir el capítulo de los libros y el sexo, buen tándem.

Jonathan Franzen cree que el sexo en los libros es peligrosísimo porque tiene el poder de romper la hermosa burbuja que la ficción logra construir. ¿Qué arruina esa deliciosa suspensión de la realidad? La dura exigencia de nombrar las partes del cuerpo y movimientos, es decir, la monotonía de todo eso. Y el otro riesgo letal de una escena de sexo en un libro: la vergüenza ajena. El cringe, como dicen los millenials. Así es: en la literatura y el sexo o te encanta o querés revolear el libro o el partenaire por la ventana.

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El premio al peor. Desde 1993 la británica Literary Review presenta todos los años su premio al Peor Sexo de Ficción del Año, un galardón que le cabe al autor o autora que haya escrito la peor descripción de sexo en una novela. Los creadores del premio tenían un objetivo, que era llamar la atención sobre el uso de pasajes redundantes, crudos, de mal gusto y por lo general superficiales en las descripciones sexuales de la novela moderna. Premio que ganaron, ni más ni menos, grosos como Tom Wolfe, Jonathan Littell, Nancy Huston, Norman Mailer y ¡John Updike!

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Sexo en línea. Me acuerdo de una novela de los noventa, que por su dependencia tecnológica, quedó en los noventa. VOX, de Nicholas Baker, esa novela en la que un hombre y una mujer tienen una larga charla por teléfono que, de hecho, es el libro. Es una línea erótica, pero esta pareja le da un uso distinto: charlan larguísimo, de todo, y suben y bajan la temperatura según la marea.

  • Voy a buscarlo a mi biblioteca y leo la primera página. “—¿Qué tenés puesto? —preguntó él. Ella dijo: —Tengo una camisa blanca con estrellitas verdes y negras”… Así empieza. No está mal.

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El incesto estival. Las siestas tórridas y eternas del verano, qué momento para descontrolar fantasías, eh. “Una siesta Bibiana se durmió, efectivamente, dejó de hablar y se durmió. José se quedó mirándola con ese respeto y alivio que sugieren las personas dormidas, ese respeto a la adyacencia a la vida, que es contraria y unánime, quieta, consistente y respiratoria, tirada y tibia, invencible”. Así empieza –y la escena se espesa– una relación atroz entre primos que engendrarán niños ciegos en El papel preponderante del oxígeno, de Ángeles Salvador.

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Amor de género. El policial negro, otro género pródigo en escenas de sexo, cumple con una ley que establecí yo: cuanto más explícitas las escenas de crimen y  violencia, más elididas e innombradas las escenas de sexo. Un ejemplo: Hace unos días releí ese policial precioso editado por La bestia equilátera, Mi ángel tiene alas negras, de Elliott Chaze. El sexo redentor de la novela ocupa solo una oración: “... hasta que al final la acosté en la nieve. La nieve era blanda y no estaba fría”. Todo dicho, señores y señoras.

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“–¡Qué siga!”. Desde que leí de jovencita La edad de la inocencia, en donde para mí encontré la escena más erótica de la literatura, afilé el ojo para el sexo elidido. Aprendí el viejo truco de no decir lo que todos quieren ver para que la mayoría pueda sentirlo. Scorsese, que hizo una película buenísima basada en el libro de Edith Wharton, lo dice muy bien: “Ambientando esta historia de hace más de un siglo sentí la emoción de contar una pasión sin sexo, en la que la transgresión máxima, el delirio de amor, se explica en el rozar un cuello desnudo, besar una muñeca retirando el guante”. Tal cual.

Si con Edith me inicié, con Gustave me doctoré. Emma Bovary, mi adúltera de provincias favorita (junto con Ana Karenina, claro), lectora y fantasiosa, vive una experiencia memorable en las calles empedradas de Ruán. ¿Cómo olvidarlo? Sigue en mi mente esa escena que empieza así:  “–¿A dónde va el señor? –preguntó el cochero”. “–A donde usted quiera –dijo León, mientras metía de un empujón a Emma en el coche. Y la pesada máquina se puso en movimiento.” Las itálicas, por supuesto, son mías. Esa escena, que para el incauto podría ser un extraño paseo de cuatro páginas, es al mismo tiempo una muestra de destreza literaria excepcional y una prueba del aguante amatorio de los adúlteros. Sacre bleu, mes amis! C’était un bon voyage!

El carro avanza a los golpes sin que el cochero sepa a dónde dirigirse, y cuando se detiene, desorientado, lo único que recibe desde la cabina es el grito de adentro de León que dice, agitado: “¡Siga, no se detenga!”. El pobre cochero, agotado, parece el principal receptor de tanta efusividad. Junto con sus caballos “bañados en sudor”, carga sobre sus gastados huesos la pasión flaubertiana por la elisión y lo no nombrado.

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Una lista. Y ahora, tratando de recordar las mejores o peores escenas de sexo, recuerdo mi decepción al leer Cincuenta sombras de Grey: para llegar a los bifes tarda más de un tercio del libro, pero una vez que llegás a la ansiada escena, querés volver atrás, que te devuelvan la guita, o salir corriendo. Y también recuerdo la grata sorpresa de leer a Florencia  Bonelli, que cumple con lo que promete y con creces.

  • Y también tengo mis favoritos, se los enumero por si les da curiosidad: Felicidad, de Juanjo Becerra,  se lleva el primer premio. Me dejó trastornada al punto de evitar a Becerra en cualquier situación social por miedo a hacer un papelón (otro más). Y eso que con Becerra tengo un listado eterno de anécdotas bizarras y ridículas. Siguiente: las escenas que se cuelan en Cometierra, de Dolores Reyes, o los momentos en soledad en Mona, de Pola Oloixarac. O la preciosa forma de llamar al precioso acto de coger de Guillermo Arriaga en El salvaje (le dice “tacita”, “quiero tacita” dice una. Simplemente hermoso), o las escenas tremendas en La humillación, de Philip Roth, o las escenas increíbles de Mariana Enríquez en su última novela, Nuestra parte de la noche. O lo que hace Bizzio en La conquista, o Nona Fernández en Mopocho, o Havilio en Vuelta y vuelta, o los cuentos de Pedro Mairal de Breves amores eternos y así casi hasta el infinito.

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Tres preguntas a Claudia Piñeiro [por Javier Sinay]. Muy activa en la escritura y en el debate público, acaba de lanzar una nueva novela titulada Catedrales y ahora trabaja en otros dos proyectos ganándole tiempo a la cuarentena.

  • Catedrales cuenta una historia con un aborto clandestino. ¿Cuál creés que es la mejor proporción entre ficción y realidad en temas tan en discusión?
    Las novelas, para mí, son ficción, aunque incluyan hechos de la realidad. Mi novela más autobiográfica, Un comunista en calzoncillos, tiene situaciones inventadas, pero al introducir ficción el conjunto se convierte en esa materia. En ese libro puse un epígrafe de Natalia Ginzburg, que me encanta: “… este libro, aunque haya sido extraído de la realidad, debe leerse como una novela, es decir, sin pedir más, ni menos tampoco, de lo que una novela pueda ofrecer”. En esos términos pienso la escritura, que en mi caso, siempre incluye asuntos de la realidad.
  • Siendo tan prolífica, ¿cuántos proyectos trabajás a la vez y cómo es un típico día tuyo en cuarentena?
    En cuarentena toda regla de organización de trabajo está quebrada o fue modificada. Hago muchas tareas, fuera de la escritura, que antes no tenía que hacer. Escribo poco y cuando puedo. En el año anterior y también en este momento, avanzo con dos proyectos a la vez, pero tan distintos que me permiten pasar de uno a otro con facilidad. Y ninguno de los dos es literatura, sino guiones.
  • ¿Qué fue lo mejor que leíste últimamente?
    Otra vida por vivir, de Theodor Kallifatides. Un autor griego que desde hace muchos años vive en Suecia y suele escribir en sueco. Está traducido al castellano, por supuesto, si no no lo podría haber leído, editado por Galaxia Gutemberg. Me lo recomendó Samanta Schewblin mientras caminábamos  por las calles de Berlín, y hablábamos acerca de nuestro oficio. Un libro maravilloso. Son sus reflexiones acerca de escribir o no después de los 70, que son los años que él tiene. Pero también de escribir en una lengua diferente a la materna. Y lo que eso significa: pensar en una lengua, escribir en otra.

Si sos fan de Piñeiro, lee esta entrevista: Claudia Piñeiro: “Los que trabajamos con el lenguaje tenemos que limar palabras ásperas”

Espero que te haya gustado el envío de hoy. Yo me retiro a seguir buscando libros. ¿Dudas? ¿Sugerencias? ¿Lecturas? Escribime, a mí o a Javier Sinay, a [email protected]

Va un fuerte abrazo,
Flor

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Sobre libros y escritores. Todos los martes, por Javier Sinay.

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