La riqueza de una sociedad intercultural: tres historias de migrantes que abrazaron (y fueron abrazados) por la Argentina- RED/ACCIÓN

La riqueza de una sociedad intercultural: tres historias de migrantes que abrazaron (y fueron abrazados) por la Argentina

 Una iniciativa de Dircoms + RED/ACCION

El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) llevan adelante una campaña para erradicar prejuicios y poner el foco en los valores compartidos entre países. En este marco, la venezolana Lía Valeri, la colombiana Yamilet Figueroa Cordoba y el sirio Majd Al Hai nos cuentan sus experiencias, que hablan de la solidaridad que encontraron acá y muestran cómo quienes vienen de otras latitudes pueden hacer un gran aporte a la sociedad.

La riqueza de una sociedad intercultural: tres historias de migrantes que abrazaron (y fueron abrazados) por la Argentina

Intervención: Julieta de la Cal.

“Se estima que en Argentina viven más de dos millones de personas provenientes de otros países del continente, que brindan a nuestra sociedad nuevas costumbres y formas; a su vez que buscan ser aceptadas laboral y socialmente por la población Argentina”, dicen el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Las agencias internacionales que bregan por el bienestar de las personas refugiadas y migrantes se unieron para lanzar #Acá Somos, una campaña que busca crear conciencia para luchar contra la xenofobia y los prejuicios. Una iniciativa que recuerda que abrir puertas y brazos es la forma de construir una sociedad diversa, que se enriquezca con el intercambio cultural, con los colores y modismos del lenguaje.

“Año tras año, miles de personas se movilizan a otros países con el fin de construir una nueva realidad, ya sea en busca de mejores oportunidades de vida o debido a la salida forzosa del país de origen porque su vida, seguridad o libertad han sido amenazadas. El objetivo es potenciar la empatía en pos de construir en conjunto una sociedad intercultural”, aseguran. 

La venezolana Lía Valeri, la colombiana Yamilet Figueroa Cordoba y el sirio Majd Alhai son ejemplo de esto y cuentan cómo fue que abrazaron y fueron abrazados por la Argentina; y cómo es su vida en este, que ahora también es su país.

Lía Valeri: “Yo ya tengo el corazón partido en dos, ya tengo dos patrias”

Lía Valeri llegó a la Argentina desde Venezuela hace 16 años, después de que su marido, un ingeniero químico que trabajaba en la industria petrolera, se quedara sin empleo en una situación de despidos masivos en la que cerca de 18.000 trabajadores fueron desvinculados de sus tareas por adherirse a un paro. Una nueva oportunidad laboral se presentó para su entonces pareja en Argentina y ella, que tenía 36 años, armó sus valijas y se vino con sus hijos de 10 y 12 y el padre de ellos. “Me vine un julio. Fue un shock llegar del Caribe a pleno invierno pero me gustó. Cuando llegué a la Argentina, a pesar de que me vine muy triste por el desarraigo, sentí que había vuelto a algún lugar que me era familiar”, recuerda.

Llegaron a radicarse en la ciudad de Buenos Aires, donde los trataron “de maravilla”. “A mí me generaba un poco de angustia el desconocimiento, cómo me iban a recibir, trataba de simular que no era extranjera pero era imposible porque soy de color moreno, rulosa y con acento… Sin embargo siempre recibí ayuda de parte de todo el mundo. Jamás me hicieron sentir extranjera, más bien sentí mucha empatía y mucha solidaridad, fue una bienvenida muy cálida en mitad del invierno”, cuenta. 

A fines del año pasado Valeri creó la Fundación para la Integración Cultural (FICU), desde donde impulsa actividades artísticas e involucra a las comunidades.

Aunque señala que la adaptación no fue del todo sencilla porque migrar a otro país no estaba entre sus planes de vida y fue muy duro dejar a sus afectos, el mar Caribe y las montañas en las que nació, guardó en su valija tres libros y así se trajo con ella poetas, recetas y un atlas cultural —“un pedacito de mi país en papel”— y luego, todo fluyó. Sus hijos se integraron rápidamente en la escuela y a los días de llegar ya estaban invitados a fiestas y pijamadas. Ella, diseñadora industrial de profesión, consiguió trabajo en el complejo de diseño Buenos Aires Design, en el que si bien se dedicaba a vender y asesorar clientes, compartía las jornadas con arquitectos y personas de su mismo rubro. Luego pasó por otros estudios de arquitectura que tenían que ver con el diseño, por áreas de marketing y comunicación y se fogueó en el manejo de las redes sociales, en sus comienzos.

Además de continuar su vida acá, Valeri sentía la necesidad de ayudar, de alguna manera, a quienes no la estaban pasando bien en Venezuela. “Yo tenía claro que no iba a salvar a Venezuela pero sí que algo podía hacer”, dice. La falta de medicamentos en los hospitales de su país de origen, en 2017 y 2018, fue lo que más la golpeó y comenzó a trabajar como voluntaria en la organización Venezuela es una (“que nació para capacitar a los testigos de mesa para las elecciones pero mutó por la necesidad”) para recolectar fondos para enviar medicamentos. 

Hacían galas, subastaban cenas en restaurantes de moda y comidas brindadas por migrantes venezolanos que tenían emprendimientos gastronómicos. Con el dinero recolectado lograron cubrir por dos meses los insumos necesarios para el piso de diálisis del Hospital de Niños Doctor José Manuel de los Ríos de Caracas. Luego hicieron una feria gastronómica gracias a la cual pudieron proveer de comida a esos niños por tres meses. 

En 2018, con las oleadas cada vez más masivas de migrantes venezolanos, Valeri participó de la fundación de Alianza por Venezuela, una organización que nació para atender a los que llegaban “porque venían con una mochilita y pedían ropa de abrigo”. “En Venezuela no hay invierno y rogaban por un par de guantes. Muchos se enfermaron, algunos murieron de neumonía porque no estaban acostumbrados al frío”. Ahí comenzaron las campañas de invierno para reunir prendas para entregarles. “Armábamos kits de gorros, bufandas y buzos. A veces les dábamos alguna SUBE, también contención psicológica y emocional. Llegaban demasiado angustiados y con muchas, muchas carencias. Fueron un par de años durísimos”.

Entre los recién llegados a los que acompañó, a Valeri le tocó compartir muchos momentos con los integrantes de la orquesta Latin Vox Machine, “un grupo de chicos procedentes del Sistema de Orquestas venezolano que es muy famoso: empiezan desde muy chiquitos a tocar instrumentos en orquestas que ofrece el Estado. Son muchachos muy preparados. Muchos se vinieron para acá pero estaban tocando en el subte para ganarse la vida. Hasta que un chico que se llama Omar Zambrano, que es el actual director, los empezó a contactar y los empezó a reunir”.

La agrupación que comenzó con 30 músicos y ahora suma 120 empezó a ensayar, a tocar y llegaron los primeros conciertos. Valeri les ayudó a conseguir camisas, zapatos y corbatas para tocar frente al público porque ellos solos tenían sus instrumentos. Algunos habían pasado mucha hambre, otros tenían las manos lastimadas porque trabajaban como bacheros, pero la orquesta creció y se convirtió en un ejemplo de resiliencia. Para Valeri, fue el descubrimiento del arte como modo de sanar y a la vez, como un vehículo de integración cultural.

A raíz de ver que muchos artistas venezolanos habían venido a la Argentina con ganas de mostrar lo que hacían, y de que el arte es sanador, decidió crear una organización propia que lo tuviera como eje. Así nació la Fundación para la Integración Cultural: FICU, que está esperando su personería jurídica. El objetivo de este proyecto es mostrar, mediante iniciativas culturales, “cómo pueden las personas migrantes y refugiadas insertarse desde el arte, la cultura y el oficio”. “Somos un grupo de personas migrantes y refugiadas que queremos que las personas que están llegando o que tienen poco tiempo acá se integren, como alguna vez lo hicimos nosotros. Queremos que no se olviden de dónde vienen, que compartan con orgullo sus raíces, su cultura, pero que también conozcan donde están ahora y aprendan todo lo bueno que nos ofrece Argentina, que los recibe como alguna vez nos recibió a nosotros”, cuenta Valeri, quien está tramitando su nacionalidad argentina.

Majd Al Hai: Pasé todo el viaje pensando en una sola cosa: quién me iba a estar esperando en el aeropuerto”

Majd Al Hai tiene 27 años y cuatro, recién cumplidos, en suelo argentino. Llegó el 12 de abril de 2018. Había salido de Siria un año antes, huyendo de la guerra, “que es la primera razón por la que sale la gente” allí. Su primer destino había sido Líbano, otro país árabe que limita con Siria. Pero también está en zona de conflicto. Al Hai quería otra vida para sí, una tranquila, en un lugar donde hubiera paz. Como tenía parientes en Argentina, ya que una rama de su familia había nacido y crecido en estas tierras después de que un antepasado llegara hasta esta parte del mundo huyendo de la Primera Guerra Mundial, la idea se encendió.

“Había tenido contacto con ellos personalmente cuando fueron a Siria de visita, en el 2010, y se quedaron en mi casa. Y justo estuvimos hablando sobre si me interesaba venir a la Argentina. Yo estaba buscando un país con paz, entonces dije ‘capaz que Argentina es la mejor opción’. Presenté los papeles, me ayudaron un montón, y me vine para acá”.

Al Hai vive en la ciudad de Córdoba desde hace cuatro años. Allí trabaja y estudia para ser enfermero.

Al Hai no se olvida del día que llegó. Durante el viaje solo pensaba qué pasaría cuando pisara tierra. Pensaba que con algo de suerte se reencontraría con las únicas tres personas que conocía en el país, quienes habían ido a verlo a Siria.

“Cuando llegué al aeropuerto me encontré con 15 personas con mi mismo apellido. ¡Y fue una felicidad! Me reemocioné cuando empecé a ver a toda esa gente. Todos hablaban español y yo no hablaba ni una palabra. Me agarró una de la familia y empezó a hablar, hablar y hablar. Yo sonreía porque ella me abrazaba muy fuerte y hablaba y lloraba. Yo me emocioné porque sentí eso pero no tenía idea de qué me estaba diciendo. Después, en la casa de mi tío, me quedé hablando toda la noche con su esposa que habla solamente español ¡pero no sé de qué manera! Ahora nos juntamos y no nos acordamos cómo pudimos charlar. Algunas cosas con el traductor de Google, algunas por señales y así. Fue relindo. Mucha gente me recibió y me abrió las puertas”.

Al Hai y su familia viven en la ciudad de Córdoba. Al comienzo se quedó en lo de un tío que lo llevaba a todos los lugares con él. “Cuando iba con ellos todos preguntaban quién era, cómo podían hablarme. Y me decían por señas que estaban contentos, que querían ser mis amigos. La gente anotaba mi número de teléfono cuando yo no sabía hablar en español, pero por las dudas me faltara algo. Fue muy lindo vivir esa experiencia”, recuerda. 

Hoy vive junto a una de sus tías, que es una mujer mayor y lo cuida como a un hijo. Ambos se hacen compañía. Él aprendió español, un poco mediante cursos, otro poco con canciones y con la ayuda de su familia y mucho con amigos y en la calle. Trabaja por las mañanas en un kiosco y está estudiando para ser enfermero.

“De acá me gustó mucho la libertad que tiene la gente para elegir su forma de vivir y de amar. Yo soy gay desde hace mucho pero en Siria no podía decirlo. Cuando llegué a la Argentina sentí esa libertad, empecé a ver el mundo de otra manera”.

Yamilet Figueroa Cordoba (la Mona colombiana): “Cada migrante trae una maleta, la mía venía triste pero con muchas ilusiones”

“Mi historia es demasiado larga y triste, pero como decimos los colombianos, somos berracos”, comienza Figueroa Cordoba conocida como “la Mona colombiana”. Su padre era político y empresario en Colombia y fue asesinado. Ella, que trabajaba como oficial de tránsito y estaba a cargo de un grupo de 15 hombres, no dejó de ser hostigada, amenazada. Por su padre, por su cargo, por el machismo tatuado en la piel de la sociedad. 

“Yo formulé denuncias por todo, por las amenazas, por los atentados que nos hicieron, pero la respuesta de la justicia era: ‘No te han hecho nada’. ‘¿Dónde tienés heridas?’. ‘Demuéstrame que estás en peligro’”. “A uno le da miedo salir del país: por las inseguridades, porque hemos migrado dentro del país y ha sido duro, porque dejás abandonada tu vida, tu pasado, tu cultura, tu mundo”, dice. Pero en 2007, cansados de la violencia, decidieron irse. 

Ella migró junto a su mamá, su esposo, sus dos hijos, su hermano y la familia de su hermano. El primer destino en el que pidieron refugio fue Ecuador. Allí estuvieron unos seis años. Pero en esa tierra, que prometía ser mejor que la propia, le tocaría vivir otra serie de experiencias traumáticas vinculadas a la xenofobia.

Figueroa Cordoba es Licenciada en Educación Popular, por medio de una compañera que trabajaba en Ecuador había conocido a un cura del que se había hecho amiga; él la recibió allá. Ella y su madre se pusieron a vender comida en la explanada de la iglesia pero los feligreses no estuvieron de acuerdo. Reclamaban al párroco que les daba espacio a inmigrantes y no a locales desempleados. Buscó otros trabajos hasta que comenzó a ejercer su profesión en un comedor, junto al cura. También trabajaba por la noche en una discoteca, los fines de semana. Su marido trabajaba en los mercados y su situación era estable. “Pero la xenofobia que hay en Ecuador es bárbara. Como en todas partes, tenemos los estereotipos de que somos narcos, de que somos prostitutas, que lavamos plata y empezaron a hacer unos operativos en los que metían a la cárcel a cualquier migrante que encontraran. Un día cayó mi hijo. Salió enseguida porque nunca había pruebas, conta él ni contra nadie. Pero al año hicieron otra redada y ahí cayeron mi esposo, mi sobrino, mi hermano. Y a mi hermano lo dejaron un mes y medio porque no tenía nada que garantizara que no se iría del país”. 

La familia empezó a ser perseguida y amenazada nuevamente. Les pedían dinero desde la cárcel, los extorsionaban. Cuando su hermano salió, migró con su familia a Mendoza, en 2011. Su madre los siguió. Figueroa Cordoba y sus hijos se quedarían un tiempo más en Ecuador hasta que un intento de asesinato a su marido los hizo recoger todo nuevamente e iniciar los trámites para unirse al resto de su familia en el sur del mundo. Tuvieron problemas para pasar las diferentes fronteras porque no tenían los papeles adecuados y debieron quedarse dos meses en Perú tramitando todo. Se hospedaron en un Hogar del migrante donde vivieron situaciones complejas hasta que por fin pudieron llegar a la Argentina.

Figueroa Cordoba y su familia encontraron en Mendoza la vida tranquila que buscaron durante años.

Era 2013 cuando se reencontraron con toda la familia en la ciudad de Mendoza. “Lloramos de la alegría cuando llegamos a la terminal y mi hermano nos recibió”, recuerda. Una vez allí Figueroa Cordoba comenzó a buscar coterráneos: “Acá tiene que haber algún colombiano”, pensó. Creó un facebook y organizó un Encuentro Nacional de Refugiados en Mendoza. Allí conoció personas de Perú, Bolivia, Brasil, Ecuador. Luego conoció más personas que venían de Colombia, se incorporó a la Red Nacional de Migrantes de Argentina, con la que se formó e involucró en el mundo de las comunidades, y en el 2015 creó su propio grupo, la Asociación Civil Colectividad de Migrantes Colombianos en Mendoza, que en 2018 recibió la personería jurídica. “Para mí eso fue fantástico porque no solamente somos colombianos sino que tenemos peruanos, argentinos y venezolanos. Es un grupo diverso. A veces la gente se sorprende y yo digo que de eso se trata, de integrarnos todos. Porque yo sé qué es llegar solo, triste y no tener a nadie. Cuando una persona ha migrado, valora a otra persona que llega”. 

Además de la asociación, forma parte de un grupo de emprendedores y de un grupo de danzas. “Y somos felices. Hay muchas oportunidades que en nuestro país no hay, y eso es lo que hay que valorar. El objetivo primordial de nuestro grupo es ser referentes. La idea es decir a los que llegan ‘acá estamos, cuenten con nosotros’. Tratamos de unirnos, de que el que llega conozca a la comunidad, se integre, le tratamos de buscar trabajo, de que los niños estudien, que tengan buena salud. Y estudiamos los derechos y los deberes porque no solamente es recibir sino también dar. Muchas veces, en las charlas que doy por ser referente de Colombia, digo que el migrante no viene a quitar nada, el migrante viene a aportar. Que el mundo es diverso, que todos tenemos derecho a migrar”.