Por qué nos persigue la culpa, esa emoción que nos engaña y puede trastornar nuestras vidas, y cómo hacer para disminuirla- RED/ACCIÓN

Por qué nos persigue la culpa, esa emoción que nos engaña y puede trastornar nuestras vidas, y cómo hacer para disminuirla

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Aunque cumple una función social y es normal que la percibamos, sentir culpa en exceso altera nuestra calidad de vida, y hasta se relaciona con la depresión y la ansiedad. En esta nota, lectoras cuentan experiencias de culpa sin sentido, desde alguien en su condición de esposa y madre a quienes sienten culpa desde su lugar de hijas o por tener una discapacidad.

Ilustración de una niña o mujer sentada en el puso, atada por una especie de soga.

Ilustración: Victoria Guyot.

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Este artículo se escribe con culpa. 

A no entregar el trabajo a tiempo (cosa que no sucederá), a que tenga errores que molesten o fastidien a los editores, a que no sea el mejor artículo escrito nunca sobre la culpa (la vara está muy alta). Culpa también a postergar otros trabajos por la imposibilidad de hacer todo al mismo tiempo. Tal vez ya ni siquiera importe a qué se debe la culpa. Simplemente está. 

Se entiende que no hablamos de la culpa real, la que surge de cometer un delito, esa culpa de la cual los culpables se definen inocentes sin nada de culpa. Quién pudiera. Nos referimos, en cambio, al sentimiento de culpa que hace retorcer por dentro al resto de los mortales, a los inocentes de toda inocencia, a los que acatamos las leyes y las reglas de la sociedad mientras crecemos atravesados por una culpa imaginaria sobre la cual se funda la civilización occidental judeocristiana.

La Real Academia Española define la culpa como "imputación a alguien de una determinada acción como consecuencia de su conducta". También admite: "Acción u omisión que provoca un sentimiento de responsabilidad por un daño causado".  Y ahí es donde la RAE se queda a medio camino, omite (tal vez por culpa), la definición antagónica: "Acción u omisión que provoca un sentimiento de responsabilidad por un daño imaginario, que podría causarse pero no se causó ".

Lo cierto es que en una enorme cantidad de circunstancias sentimos culpa. No es miedo, no es vergüenza, no es debilidad, no es indecisión, es pura y claramente culpa. Culpa gratuita, porque sí, que no nos lleva a ningún lado, que nos hace dudar de nuestra valía, que nos impide avanzar.

Culpa por trabajar tanto que se deja de lado a la familia.

Culpa por estar con la familia y no estar trabajando para mantenerla.

Culpa por no decirle al otro lo que se le quiere decir.

 Culpa por decirle al otro lo que se le quiere decir y que eso tal vez lo lastime.

Culpa por no querer lo suficiente.

Culpa por querer lo suficiente, como si el amor tuviera límites.

Culpa por llegar temprano, por llegar tarde, por comer la última porción, por dejar comida en el plato. Culpa, mi culpa, mi gran culpa. 

La sensación de culpa, la emoción llamada culpa, es esa cosa monstruosa que nos inculca la sociedad desde que nacemos para que suframos y nos autocastiguemos todos y cada uno de nuestros días. Eso tampoco lo dice la RAE.

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Y más: culpa de no hacer por los demás lo necesario, de no estar lo suficiente, de no poder dar lo que el otro necesita. 

En los padres la culpa es una entidad palpable, está ahí siempre, diciéndonos que todo lo que hacemos por nuestros hijos lo podríamos hacer mejor o de otro modo. Y mientras nos culpabilizamos como padres, vamos sembrando la culpa en los hijos a través de pequeños o grandes retos, de castigos, de reproches. Hasta que la culpa lo abarca todo.

Liza (los testimonios para este artículo llegaron a través de las redes con la promesa del anonimato —de ahí que no se usen apellidos—, ya que hablan de cosas muy íntimas, muy personales), nacida en 1977, comparte un ejemplo preciso de la culpa del hijo, del lazo que nos une a los nuestros y que, por culpa, no nos animamos a romper:

"Mi mayor fuente de culpa es la alegría o la falta de alegría de mi padres. Nunca me permito ni la idea de irme a vivir a otro país porque la lejanía de una hija los entristecería. ¿Y cuántos años les quedan de vida? ¿Tengo que hacerles eso? Me permití, sí, vivir en la ciudad cuando mis padres, hermanos y sobrinos viven en el interior. Algo es algo, igual la culpa sigue, solo que proporcional a los kilómetros de distancia". 

Thair Kassam, médico psiquiatra y psicoterapeuta venezolano, con amplia participación en Twitter, en donde escribe de modo directo y claro sobre salud mental, dice sobre el tema: "La culpa es un sentimiento normal y tiene que ver con el castigo que obtenemos por romper las reglas sociales. Cuando somos niños nos la imponen nuestros padres y luego los profesores en la escuela". 

 "La ausencia de culpa", continúa, "es típica de las personas con trastorno de personalidad antisocial, antes llamados psicópatas, y el exceso de culpa es típica de la depresión y la ansiedad, síntomas de neurosis. Las personas criadas con fuerte culpabilidad son propensas a tener baja autoestima y por ende a sentirse más culpables por cualquier cosa”. 

Kassam cierra la idea: “Ahora, lo que hay que entender es que la culpa aparece como una forma inconsciente de autocastigo, porque hice algo malo en contra de las normas sociales, o a veces porque dejé de hacer algo, como por ejemplo en el duelo, la pérdida de un familiar hace que nos digamos a nosotros mismos ´Tal vez debí haber hecho esto´, ´debí compartir más tiempo con él o ella´, ´debí llevarlo antes al médico´. Aunque en el duelo la culpa es normal y va más hacia la pérdida, mientras que en la depresión es más hacia la autodestrucción: no merecemos nada porque somos malos".

Ilustración de persona tapándose el rostro mientras varios dedos la apuntan.
Ilustración: Victoria Guyot.

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El miedo es un instinto que nos permite identificar las señales de peligro y es vital para la supervivencia de las especies. El sentimiento de culpa, en cambio, es cultural. Es una sensación de remordimiento frente a una acción u omisión, una rumiación mental que nos dice que dejamos de hacer algo o que lo hicimos mal o que rompimos alguna norma social. 

Aparece la culpa cuando se pierde algo, cuando no hicimos lo suficiente, cuando pensamos que no cubrimos ciertas expectativas, cuando decimos no, cuando creímos que teníamos todo el tiempo del mundo por delante, cuando tenemos más que el otro, cuando tenemos menos. 

Paula (1968), que perdió a su  marido, comparte:

"Me da culpa no haberle dicho a mi esposo todos los ´te quiero´ que necesitaba. Haber ido a trabajar cuando me pidió que no lo hiciera, empezar con pequeños proyectos en casa, y que él no pueda estar para disfrutarlos. Me da culpa no haber bailado en un acto de primaria de mi hijo, porque me daba vergüenza. Y enojarme cuando quizás no era para tanto". 

La culpa hace doblemente difícil todo lo que ya es difícil. Pero no toda la culpa surge de uno, no todo es un autocastigo. La culpa es también una increíble manera de manipular a los demás, una manera de control, un modo de decir: "Sos vos, no soy yo; no es el afuera ni el destino ni las circunstancias, vos decidiste mal, vos no hiciste lo que había que hacer, vos molestaste al otro, ahora aguantate la culpa". 

Y así agachamos la cabeza y ponemos en duda cada cosa que hacemos, ¿estará bien? ¿No me estoy equivocando? ¿Es la decisión correcta? ¿No saldré dañado, no dañaré a otro?

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Un viejo chiste señala la diferencia entre madres judías y madres italianas. La madre judía sirve la comida al hijo y dice: "Si no comés, me muero" (por tu culpa). La madre italiana, en cambio: "Si no comés, te mato" (y vos tendrás la culpa). 

El primer sentimiento de culpa al que estamos expuestos es en verdad una culpa amorosa, incondicional, una forma del cuidado.

¿Cómo se cría hijos sin culpa, si todo nuestro discurso apunta allí?: 

"Si no ordenás...".

"Si hacés eso me voy a poner triste...".

"Yo a tu edad...".

"No doy más...".

No hay escape. Cada hijo termina siendo responsable de los sentimientos de los padres. Funciona también al revés. 

Lo sabe Milagros (1996), que cuenta: "Soy hija única, hija de madre sobreprotectora y bueno...  pido perdón por todo, ¡estoy harta!".

Lo sabe Eugenia (1981), que dice:  "Cuando era más joven sentía culpa por salir a pasear con mis amigas y dejar a mi mamá sola en casa. No disfrutaba porque me sentía preocupada y con culpa. La culpa se me aliviaba llevándole un regalo".

Y Rosana (1968): "Recuerdo a mi madre repetir: ´Los hijos separan las parejas´, ´ah... me distrajiste y se rompió el huevo frito´, ´vos nunca quisiste teta´, ´de Escorpio tenías que ser´. Andar como esponjas de culpas es horrible, pero en definitiva todos somos sobrevivientes. Somos personas que corremos atrapando jarrones o copas de cristal para que no lleguen al suelo y se rompan, porque nos sentimos responsables de todo lo que fue y será. Y ahí me digo STOP".

¿Pero cómo llevar a la práctica ese basta?

El psiquiatra Kassam aporta algo de luz: "Lo primero que hay que hacer (cuando se siente culpa) es detenerse a pensar: me paso esto (A), la consecuencia es la culpa (B). Eso es lo que está consciente, por ejemplo: mi mamá me regañó porque no ayudé a mi hermana (A); entonces me siento culpable por no ayudar a mi hermana (B). Pero inconscientemente hay una creencia (C), que no vemos ni analizamos, y es en realidad esa creencia lo que me ha sentir culpable y no B". 

"En este caso", continúa Kassam, "la creencia sería: desde pequeña me dijeron que mi hermana era mi responsabilidad y si algo le pasa a ella es por mi culpa. Entonces (para trabajar sobre el sentimiento de culpa y superarlo) podemos detenernos a analizar esas creencias y someterlas a preguntas, por ejemplo: ¿quién dijo que mi hermana era mi responsabilidad? ¿Esto realmente es así? ¿De dónde viene este aprendizaje? O sea que si mi hermana se divorcia y le va mal en su relación de pareja o laboral ¿es por mi culpa? ¿Por qué es mi culpa?".

"Analizando esas preguntas vamos a obtener respuestas que nos liberan de la culpa", concluye el médico. "Por ejemplo: ´No, cada quien es responsable de sí mismo como mi hermana es responsable de sí misma, yo no tengo nada que ver con sus actos, mi padre y madre me lo hicieron ver así pero ellos están equivocados´. Al obtener estas respuestas nuestras creencias cambian y por ende, en una próxima oportunidad, no nos sentiremos culpables. O si sentimos culpa, será de muy baja intensidad ".

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Eh... perdón.

Disculpame...

A veces pedir perdón parece sustituir al "hola", al "quiero hacer una pregunta", al "necesito", incluso al "¿me ayudás?". Nos disculpamos antes de iniciar un diálogo, vamos por la vida pidiendo perdón por los pecados que no cometimos. 

Romina (1985), una joven con hipoacusia, cuenta: "Siempre lo primero que digo es ´perdoname´, ´disculpame´. Me sale naturalmente, no lo pienso, es como si estuviera pidiendo perdón por adelantado, sin saber si al otro va a molestarle que no lo haya escuchado o que tenga que repetirme algo".

"Pero con el tiempo", dice Romina, "me di cuenta de que la comunicación es de a dos, que tampoco puedo hacerme cargo de la reacción del otro. Desaprender también es práctica y en eso estoy, creo".

A Lali (1984), que también tiene una discapacidad auditiva, le sucede algo similar: "Pido disculpas cuando voy a hacer la compras: empiezo a pedir lo que quiero y cuando el vendedor me habla y como no lo escucho y no lo conozco, empiezo con mi discurso: ´Disculpame, pero soy sorda y no te entiendo, ¿te podés bajar el barbijo?´. Hace pocos años me empecé a preguntar por qué pido perdón por no escuchar, como si yo tuviese la culpa, como si fuera algo malo. Mal está robar, ser violento".

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Como el lenguaje, la culpa también nos diferencia de los animales. 

Los animales sienten miedo, sienten dolor, incluso sienten alegría. Pero no sienten culpa. Solo los seres humanos somos capaces de desarrollar un sentimiento falso, sin asidero pero capaz de producirnos tristeza, angustia, infelicidad, agobio, pérdida de autoestima.

La manera de combatir el sentimiento de culpa es individual, como lo explicó el doctor Kassam. Sin embargo, existen en la sociedad culpas que abarcan a grandes colectivos: la culpa materna, la culpa del sobreviviente, la culpa del enfermo, la persona con discapacidad, las personas mayores. Culpa por si se hace algo mal o culpa por ser una carga para otro. Culpa del porqué yo sí, del porqué yo no. Parece haber una culpa para cada etapa de la vida y para cada acto fundamental o minúsculo.

El sentimiento de culpa puede destruirnos. También puede servirnos como una especie de guía que nos permite distinguir conductas aceptables de conductas equivocadas. 

Por eso, debemos encontrar un equilibrio entre entender de dónde viene el sentimiento de culpa, aceptarlo, superarlo o dejarse vencer por él. Lo explica la doctora en Psicología Laura Rojas Marcos en su libro El sentimiento de culpa

"Nuestras decisiones no siempre gustarán a todos y vivir para complacer a los demás no siempre es lo mejor para uno. Encontrar un punto medio donde uno pueda vivir satisfecho con la aprobación, así como sin ella, es lo óptimo para vivir lo más sosegadamente posible. Por lo tanto, primero debemos averiguar qué queremos nosotros mismos, cuáles son nuestros deseos, los valores y los principios por los cuales queremos regir nuestra vida, y después viviremos acorde a nuestras decisiones de la mejor manera que sepamos, teniendo en cuenta que habrá aspectos que serán aprobados y otros que no".


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